viernes, mayo 04, 2007

En los brazos de un gigante

¿Alguna vez he distinguido la diferencia entre el sueño y la vigilia? Sus lindes ya se habían desdibujado desde mi infancia, es decir, desde el encuentro con Francisco Gabilondo Soler, Rudyard Kipling, el padre Luis Coloma, los Títeres de Podrecca, Julio Verne, las aventuras del Pato Donald y los vuelos de Super Tribi, revoloteos que arrancaban lágrimas de risa a mi padre, Dios y hombre verdadero que en marzo pasado cumplió 83 años.

Mi padre, Agustín Aguilar Rodríguez, nacido en Orizaba y criado en Puebla, ingeniero civil (como su padre, mi abuelo Ismael), católico de inquebrantable fe (como su madre, mi abuela Esperanza), lector voraz y dueño de incontenibles ataques de hilaridad que en los sesenta lo obligaban a bajarse del tranvía para no llorar de risa sobre el crepé de alguna respetable dama.

Llegaba a casa a las tres de la tarde, cuando sus hijos ya nos parábamos de la mesa por órdenes superiores.

-¡A ver, niños, váyanse al patio a jugar, para que su papá coma en paz!

Mi madre limpiaba nuestro desorden y colocaba frente a mi padre la sopa de pasta, el arroz, el jugoso bistec encebollado y la cerveza dos equis (entonces, como era la única dos equis, nadie la apellidaba ámbar). Antes de salirnos a jugar, plantábamos un beso en la mejilla de mi padre, sombreada ya por la barba vespertina.

Super-Tribi lo retuvo siempre en la infancia, y ahí se mantuvo hasta 1997, cuando mi madre, María de la Luz, regresó a su propio nombre.

-Cuando se fue tu madre, perdí la inocencia, descubrí que ya no era un niño. ¿Para qué hablar?

Desde entonces, don Agustín habla poco, muy poco, y sonríe menos. No hay enfado en su rostro, ni dolor. Lo que hay es una especie de paz permanente, un absoluto desprendimiento de las cosas de este mundo, aunque no de todas: aún encuentra placer o, al menos, mucha satisfacción en la comida y en el vino; trata sus alimentos y su bebida con silencio cómplice, como en un rito íntimo entre su cuerpo y la naturaleza; su alma, en cambio, está en otra parte.

Sueña mucho, eso sí. A cada rato, cuando nos descubrimos despiertos en la madrugada, me cuenta sus sueños mientras se vuelve a la cama y me pide que lo cubra con las cobijas.

-Soñé que la sirvienta tiraba mi teodolito. Soñé que no podía resolver un examen en la escuela. Soñé que andaba en el África.
-¿Y qué hacías en África, papá?
-No sé…
-¿Por eso sueltas gritos, como lamentos, como si algo malo sucediera?
-No, no es por eso.
-¿Entonces? Te escucho toda la noche, y de tu habitación salen gemidos de pavor… o de dolor. Me preocupa.
-Es mi manera de arrullarme.
-Bueno, ya. Duérmete. Sueña bonito.

La TV Philips, adquirida por mi padre en 1959...

Mi padre, un superhéroe, es también responsable de que yo haya perdido la noción de certidumbre que divide el sueño de la vigilia. De hecho, a veces presiento que aún estamos en 1959 y que todo esto que llamo vida no es más que un largo cuento narrado por ese gigante nacido en 1924 que está junto a mi cama de fierro, mostrándonos a mí y a mis hermanos –que se han apiñado en mi colchón- un ejemplar del Pinocho de Bartollozi editado por Saturnino Calleja, un Pinocho mil veces mejor que el infantil de Walt Disney, un Pinocho más cercano al original de Collodi, de personalidad más atractiva, mucho más humano, con madera de héroe.

Mi padre, un gigante.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

5:07 am: No'mbre, que bonito texto, ¡Que bonito texto Agustín!... exquisito; me acababa de acostar a dormir después de leerlo, pero me tuve que parar a escribir esto.

Anónimo dijo...

Lo tuve que volver a leer... si algún día logro sentir así por mi papa, aprendí de ti mas de lo que me sera posible agradecerte...

Mamá-Z dijo...

Tus comentarios, Ujaní, son hermosos. Gracias. ¿Pero quién eres? Busqué en tu blog indicios de ti, pero no hay nada que me haga saber quién eres.