martes, marzo 27, 2007

Las mujeres necesarias


Francisco de Terrazas
, poeta novohispano de la segunda mitad del siglo XVI (mencionado por Cervantes en el Canto de Calíope, de La Galatea), es autor, entre otras obras, de dos prodigios inmortales, dos sonetos cuya precisión y cuya belleza han de servirnos siempre a quienes intentamos juntar palabras, ya para hacer una canción, ya para decir en verso o en prosa algo que explique las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema (César Vallejo)

Con el primero soneto, gocemos del ingenio erótico de Terrazas y de su gracia para hablar de las piernas de una mujer necesaria. Porque el poeta alcanza a decir, en elegante y decoroso homenaje, lo que entonces había que callar (y aún ahora, cuando hay que soportar los mugidos de la jerarquía católica contra el placer).

Si te resistes a la poesía, lector prosaico, te pido que esta vez hagas una excepción y un esfuerzo. Lee pausadamente, moviendo los labios (como hacen los niños al enfrentarse a sus primeras letras); si te hace bien, susurra; sigue la métrica (endecasílabos) y atendiende la puntuación. Descubrirás la sencillez y la luz de un texto que se halla todavía dentro de la atmósfera naturalista del Renacimiento. Piensa en algún par de piernas adoradas y en lo que entre ellas se esconde.

¡Ay, basas de marfil, vivo edificio
obrado del artífice del cielo,
columnas de alabastro que en el suelo
nos dais del bien supremo claro indicio!

¡Hermosos capiteles y artificio
del arco que aun de mí me pone celo!
¡Altar donde el tirano dios mozuelo
hiciera de sí mismo sacrificio!

¡Ay, puerta de la gloria de Cupido
y guarda de la flor más estimada
de cuantas en el mundo son ni han sido!

Sepamos hasta cuándo estáis cerrada
y el cristalino cielo es defendido
a quien jamás gustó fruta vedada.

Pero, a veces (mejor dicho, casi siempre), las mujeres necesarias son como el mercurio.

Malas conductoras del calor pero buenas para la electricidad, las mujeres necesarias son solubles en ácido nítrico, y cuando aumentan su temperatura producen vapores tóxicos y corrosivos, lo que las hace dañinas al ingerirlas, inhalarlas o tocarlas.

Irritantes para la piel, los ojos y las vías respiratorias, son muy buenas para la confección de espejos y para elaborar con ellas instrumentos de medición (más de una vez, una mujer necesaria me ha servido para fabricar hermosas lámparas fluorescentes). La industria de los explosivos, por su parte, tiene departamentos dedicados a la caza de mujeres necesarias (con fuerte presencia en Buenos Aires, Guadalajara, Barcelona, Río de Janeiro, La Habana y los países africanos).

La caza de mujeres necesarias es, por supuesto, una actividad prohibida en la mayoría de los países; sin embargo, hay indicios de que la práctica es más común de lo que suponen las autoridades.

Hasta no hace mucho, estas criaturas fueron utilizadas como compuesto principal en los empastes de muelas, pero ya han sido sustituidas por el bismuto, metal ligeramente menos tóxico que las mujeres necesarias.

Si has de almacenar a una mujer necesaria, hazlo en áreas frías, secas, bien ventiladas, alejadas de la radiación solar y de fuentes de calor e ignición. Aléjala también del ácido nítrico. Guárdala en recipiente irrompible y hermético (esto último es muy importante, si tus amigos conocen el escondite donde guardas tu tesoro- veneno).

Francisco de Terrazas fue víctima de una mujer necesaria, a la que inhaló sin cuidado (tuvo escozor de garganta, dolor de cabeza, náuseas, pérdida de apetito y debilidad muscular). Para colmo, la mujer necesaria se metió en sus ojos y en su piel, lo que produjo al poeta petrarquista enrojecimiento e irritación. A pesar de tan evidentes peligros, el vate tuvo también la osadía de comérsela, hecho que le produjo vómitos y diarrea.

Los estudiosos han concluido que de esta experiencia surgió el siguiente poema, cuya belleza se funda en el resentimiento que siempre deja en los hombres de bien una mujer necesaria (te ruego, lector, que repitas el ejercicio de concentración en la lectura):

Dejad las hebras de oro ensortijado
que el ánima me tienen enlazada,
y volved a la nieve no pisada
lo blanco de esas rosas matizado.

Dejad las perlas y el coral preciado
de que esa boca está tan adornada,
y al cielo, de quien sois tan codiciada,
volved los soles que le habéis robado.

La gracia y discreción, que muestra ha sido
del gran saber del celestial maestro,
volvédselo a la angélica natura,

y todo aquesto así restituido,
veréis que lo que os queda es propio vuestro:
ser áspera, cruel, ingrata y dura.

jueves, marzo 22, 2007

La locura adicional de marzo (tercera parte)

Y en medio de Moondance (Can I just make some more romance with you, my love?), pienso en la inminente partida de Jaime Holcombe, quien deja la banda por asuntos de índole personal. Habrá que organizar, por supuesto, una despedida, acaso con la presencia de antiguas Señoritas, aquellas que, en distintos momentos, también tomaron otros caminos. Ya veremos, ya veremos.

Pero, ¿qué significa esto? ¿Significa que desaparecen Las Señoritas? ¡No, por favor! Recordemos a Bécquer, y rimemos con descuido:

No digáis que agotado su tesoro,
de miembros faltas, enmudecieron las liras.
Podrá no haber mundances ni mustanges…
Pero voto a Dios que siempre habrá Señoritas.

Y, a propósito de nada, hago un paréntesis para congratularme con la mayoría de representantes en la Asamblea Legislativa por haber logrado, en noviembre pasado, la aprobación de la Ley de Sociedades de Convivencia para el Distrito Federal. Una de cal por las que van de arena (adivina, malicioso lector, a qué partido político pertenecen 16 de los 17 votos en contra).

Asimismo, pongamos changuitos para que en abril de este año se concreten las reformas referentes a la despenalización del aborto (adivina, atento lector, quién desde el poder intenta torcer la representatividad de la asamblea y, así, busca evitar la mencionada despenalización; te doy una pista: es el mismo personaje que hace de forense y concluye, antes de que la Comisión Nacional de Derechos Humanos se defina sobre el caso, que doña Ernestina Ascencio Rosario falleció por gastritis mal atendida y no por violación tumultuaria).

Estoy seguro de que algún día, acaso dentro de cien años, estos triunfos a favor de la libertad, de la justicia, del amor y de los derechos humanos en general, serán agradecidos por las próximas generaciones como hoy reconocemos la lucidez que tuvieron en su momento nuestros no muy lejanos abuelos (en todo el mundo) para abolir la esclavitud, hasta llegar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), cuyo artículo 4 advierte: Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre. La esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas. Y nuestra misma Constitución dice, en su Artículo 1: Está prohibida la esclavitud en los Estados Unidos Mexicanos. Los esclavos del extranjero que entren al territorio nacional alcanzarán, por este solo hecho, su libertad y la protección de las leyes (todavía hubo que plasmar, en 1949, con firma de compromiso internacional, un Convenio para la Represión de la Trata de Personas y de la Explotación de la Prostitución Ajena).

¿Y qué tiene que ver la abolición de la esclavitud con la despenalización del aborto y con las sociedades de convivencia? ¡Mucho, mucho, mucho! Tiene que ver con la libertad del individuo para decidir soberanamente sobre su propio cuerpo y sobre su misma conciencia.

Volvamos a la noche del viernes pasado…

Durante el solo de guitarra de la misma Moondance, observé en Octavio un gusto particular por citar las primeras notas de Summertime, la conocida aria compuesta en 1935 por George Gershwin para la ópera Porgy and Bess (Summertime, and the leavin´is easy…).

Ya lo había hecho, apenas unos minutos antes, en Stormy Monday, y ahora repetía la frase en Moondance

Empiezo a sospechar que, para el guitarrista de Las Señoritas, no se trata sólo de una cita en el sentido literario del término, sino de algo más: estamos ante una convocatoria mágica, ante un juego de cabalística personal que acaso nosotros sólo podemos descifrar si estudiamos con ahínco algún tratado de Armonía Funcional Contemporánea, para valorar la conciencia escenográfica de este músico que no siempre piensa en términos líricos cuando de blues se trata, sino también en modos y en escalas de jazz, en ordenamientos capaces de establecer cada noche un diálogo de memorias modales.

No creo que la cita de Summertime sea una muletilla involuntaria, sino más bien eso que los alemanes llaman signawort, palabra, frase o expresión que tiene una función fática y está dirigida al interlocutor (en este caso, al público) para darle a entender que el canal de comunicación sigue abierto (Justo Fernández López).

Es uno de esos guiños de complicidad o de fruición solipsista que Octavio suelta de vez en cuando, para deleite de los que consideramos la música un animal vivo (no recuerdo dónde, pero estoy seguro de que a esta Señorita también le da por citar Round Midnight, de Thelonius Monk).

Por otro lado y a pesar de que en otra parte afirmé que en Las Señoritas no hay espectacularidad sino pura música, el viernes advertí una característica teatral en la banda: el dominio de la dinámica escenográfica, es decir, del matiz, de las gradaciones de la intensidad, la gracia que va desde el inquietante pianíssimo (pianissíssimo) hasta la portentosa detonación, el fortíssimo (fortissíssimo) que crece hasta la monstruosidad y da paso al desahogo público y a su consecuente aplauso.

Recuerdo que empecé a notar esta aplicación musical de la dialéctica hegeliana hace ya mucho tiempo, cuando no existía Ruta 61 y había que ir al deprimente y acartonado New Orleans, donde el recurso de ir de la sordina al escándalo se hacía necesario, ya no por motivos estéticos sino para despertar a los asistentes y a los mismos meseros (malencarados, feos y con olor a naftalina). Entonces, Las Señoritas hacían de Hideaway y San-Ho-Zay, ambas de Freddie King, dos sorprendentes y refrescantes montañas rusas.

¡Eso es teatro, teatro dentro de la música, pero teatro al fin!

¿Se vale? ¡No sólo se vale, sino que es imprescindible hacer esas cosas en escena! De no haber teatro, mejor me quedo en mi casa a escuchar mis discos, a los que, a propósito, también les exijo diversión; y si en ellos no la encuentro, mejor hago meditación trascendental. ¡Pero la meditación trascendental no me llama la atención! Tres amigas mías (Cecilia, Maricarmen y Carolina) se van a enojar conmigo, porque ellas me han recomendado hacer yoga. Pero es que ni las propuestas védicas de Maharishi Mahesh Yogi ni la relajación profunda ni el new age están en la agenda de mi vida. Ya me uniré al cosmos cuando me coman los gusanos o cuando mis cenizas sean lanzadas al Usumacinta o al Papaloapan.

Mientras, pienso darle vuelo a la hilacha en rondas de medianoche ...

miércoles, marzo 21, 2007

La locura adicional de marzo (segunda parte)

Viernes 16 de marzo

Son Las Señoritas de Aviñón quienes abren la segunda noche de Luis Robinson, y traen a escena siete clásicos: T-Bone Shuffle y Stormy Monday, de T-Bone Walker; Moondance, de Van Morrison; Pride and Joy, de Stevie Ray Vaughan; Mistery Train, de Junior Parker y Sam Philips (que Las Señoritas combinan con That’s all right, mama, de Arthur Big Boy Crudup, en abierto homenaje a Elvis); I put a spell on you, de Screamin´ Jay Hawkins; I feel so good, de J.B. Lenoir; Magdalena, de O. Dandy Blacksmith; y All your love arrejuntada con Easy Baby, ambas de Magic Sam.

Antes de soltarle las amarras a una de las más hermosas canciones de Van the Man, Octavio reitera la universalidad del blues: es condominio de la humanidad –dice-, cosa de todos; hay en el blues un origen evidente y específico, a la vez que un hado probadamente ecuménico.

Elijamos, para demostrarlo, cualquier ciudad importante del mundo (Londres, París, Bueno Aires, Madrid, Nueva York, México, Estambul, Barcelona, El Cairo), rodemos en ella un cortometraje, rodemos sin sonido, con muchas tomas de cámara subjetiva, en blanco y negro, con intenciones de anacronismo, fuera del tiempo pero muy dentro de la memoria colectiva. Editemos lo menos posible, y montemos sobre de ella Insane Asylum, con Willie Dixon y Koko Taylor (viene en una Chess Box, y estoy seguro de que Octavio la tiene, así que pregúntenle a él por el esplendor de esta joya, que descubrí gracias a Gerardo Aguilar Tagle y Gerardo Aguilar Sámano, quienes la bajaron de internet después de escuchar la versión de The Detroit Cobras, incluida en Baby, su disco de 2005 -por supuesto, apenas conocida la versión original, uno se olvida de cualquier intento de reproducirla dentro del rock, género que ha desarrollado desde su nacimiento una sorprendente y galopante capacidad de echar a perder la música que dice venerar).


Insane Asylum para nuestro cortometraje, pues. La música de nuestra película quedará que ni mandada hacer, sea cual fuere la historia contada, claro, dentro de los territorios del melodrama (el rango es amplio: desde una truculencia amorosa hasta algún pasaje de La Lechuza Ciega, de Sadegh Hedayat), sea cual fuere el actor o la actriz (caben desde Billy Bob Thornton hasta Tony Leung Chiu Wai, pasando por Donatas Banionis -en la foto- y Marcelo Mastroianni).

No sucedería lo mismo con danzones, tangos o cante jondo, géneros de belleza innegable pero que siempre conservan el aroma de su propia cuna. El blues, en cambio, como el jazz, sabe a modernidad. Y no uso modernidad como una virtud superior ante la tradición de nuestros pueblos, no la uso con intenciones morales. Hablo de modernidad para hacer una descripción histórica: si el siglo XVIII suena a Mozart, el siglo XX suena a blues.

lunes, marzo 19, 2007

La locura adicional de marzo (primera parte)

Jueves 15 de marzo

Después de merendar en el Jac´s (deliciosos huevos rancheros y café con leche), llego a Ruta 61 y me encuentro con una grata sorpresa: la entrada al recinto ha sido remozada. Ya no tiene la espantosa puerta de metal, tan fea ella, cosa truculenta que a todos nos disgustaba, sino dos lindas hojas de madera con pequeñas ventanas, que dan a quien llega mejores sensaciones, más cercanas a lo que en el interior del Hoochie Coochie Bar siempre ha sido un hecho: la afabilidad y la cordialidad de Lalo Serrano y su gente.

Y los cambios aún no terminan: pronto veremos nuevos detalles y un mejor aspecto.

Ésta es la primera noche de Luis Robinson, y Eduardo Serrano me pide que lo acompañe al lugar donde se hospeda el armonicista argentino, porque ya falta poco para iniciar la velada.

Camino al hotel, Lalo aprovecha para regalarme un sabroso y detallado resumen de su vertiginosa vida. Al mismo tiempo, con una habilidad asombrosa para dejarme en suspenso, responde su celular.

-Pérame, ahorita te sigo contando. ¡Ángel, cómo estás! Sí, mira, llega a Ruta y que te atienda Pepe con todo lo que necesites. Yo llego en veinte minutos.

Es Ángel Dehesa, conductor del programa La noche es joven (canal 40), quien le recuerda que hoy irá con su equipo técnico a hacer un reportaje sobre Ruta 61.

Una hora más tarde, ya estamos debidamente instalados y listos para conocer la armónica de Robinson y disfrutar de un rico y variado repertorio. Como dicta la tradición y el compromiso de calidad, Luis será acompañado por la destreza y la pulcritud de Vieja Estación.

Para comenzar, la banda se suelta con la potencia de Smells like Bar-B-Q, pieza del jovencísimo Kevin McKendree aparecida en Laying´in the Alley, el disco que Big Joe Maher grabó en 1994, con su grupo The Dynaflows (McKendree es el pianista). Y de ahí pa´l real: la deliciosa Grape Jerry, de Clarence Gatemouth Brown; la doliente Tore Down, de Freddie King y Sonny Thompson; y la funkísima Chitlins con carne, de Kenny Burrell. También están presentes B.B. King (Woke up this morning) y Johnny Otis (Hand Jive)...

-¿Sabían que el hijo de Johnny Otis toca el bajo en la primera grabación de Peaches in Regalía? Shuggie Otis es su nombre...

Condescendientes, durante sus pocos minutos de descanso, Luis Robinson y Santiago Espósito me escuchan y agradecen en silencio la información; pero prefieren no darme cuerda con el tema de Frank Zappa, porque intuyen que, de hacerlo, no podrán hacerme callar.

Creo que comienzo a hartar a la gente con mis frecuentes declaraciones de amor a la música del baltimoreano.

-¡Hot Rats, 1969! Lo sorprendente es saber que Shuggy tenía entonces dieciséis años. Bueno, bueno, cambiemos de tema, pues. Salud.

Justo es que Robinson nos muestre su propio material y algo de su amigo Norberto Napolitano, que en paz descanse. Escuchamos entonces la ternura de Nelly (canción del mismo Luis), y de Pappo dos divertidas crónicas de viaje: Fiesta Cervezal y Sube a mi voiture. De esta última, dos de los versos no hacen sonreír por su fingida mansedumbre y por ser fiel retrato de un lenguaje vivo (en ello, el hipérbaton forzado cumple una tarea fundamental):

Desde mi punto de vista,
Jenny lo que hace está mal.


Otros espíritus de la noche son Willie McTell (Statesboro Blues, que tan bien conocen los miembros de Vieja Estación, vía los Allman Brothers), Muddy Waters (Walking thru the park y The blues had a baby), Albert Collins (If trouble was money) y J.B. Lenoir (Mojo Boogie, a través de Johnny Winter).
Continuará.

lunes, marzo 12, 2007

Luis Robinson en Ruta 61

Como ya lo hace con Chicago, el Hoochie Coochie Bar tiende un puente entre México y Argentina, y trae a escena a uno de los armonicistas más prestigiados del blues internacional.

Llega, pues, Luis Robinson, miembro fundador de la Mississippi Blues Band, eterno integrante de Pappo’s Blues y músico invitado de muchas otras bandas legendarias.

Luis Robinson, quien ha compartido escenario con figuras de la estatura de Albert Collins, a la vez que ha abierto en Argentina nueve conciertos de B.B. King y uno de los Rolling Stones (1995), se presentará por primera vez en nuestro país, los días 15, 16 y 17 de marzo.

A partir de las 21:00 horas, Robinson ofrecerá, en el ya famoso Ruta 61, un espectáculo de boogie, blues y rocanrol pocas veces oído en la Ciudad de México.

Con el propósito de garantizar la calidad original de Luis Robinson, el armonicista será acompañado por Vieja Estación, banda argentina que ha demostrado no sólo talento y calidad, sino, además, una sorprendente capacidad para sostener el alto nivel de los músicos de Chicago que se han presentando en Ruta 61 en los últimos dos años: Deitra Farr, John Markiss, Peaches Staten, Carlos Johnson, Grana’ Louise, Dave Specter y Billy Branch.

En la siguiente fotografía, vemos a Vieja Estación y a Laryfer en alegre solaz (Lari Ruiz, Mauro Bonamico, Ezequiel Espósito, José Luis Sánchez, Santiago Espósito, Ignacio Espósito y Fernando Ruiz).


Es conveniente hacer reservaciones anticipadas para cualquiera de los tres días, llamando a los teléfonos de Ruta 61: 5256-0667 y 5211-7602 (o escribiendo a eduardo@ruta61.com). El cover es de 200 pesos.

Ruta 61, Avenida Baja California 281, Colonia Hipódromo Condesa, entre Culiacán y Nuevo León, a dos cuadras del Metro Chilpancingo.

Encuentro en la bitácora de Gonzalo, joven de Salta (provincia ubicada en el extremo noroeste de Argentina), la siguiente referencia a Luis Robinson, a quien escuchó recientemente:

Luis Robinson trabajó con gente grossa como Pappo (o las Blacanblus, o Botafogo; incluso, me parece que hizo las armónicas de un par de temas de los Redondos), y para mí es el mejor tocador de armónica, al menos el mejor que haya escuchado.

Lo único malo fueron las amargas de mis amigas, a quienes sólo les gusta la música de moda (mientras está de moda), así que se fueron despues de comer la pizza.

Pero fue una gran noche de blues, llena de solos heroicos de armónica (como no podría ser de otra manera, viniendo de Luis Robinson).

La sección de espectáculos de La Jornada (miércoles 14 de marzo) publica una nota sobre la visita de Luis Robinson. Para leerla, lector insatisfecho, aprieta la palabra Tania.

Cierro esta entrega con una imagen de 2006, perteneciente a uno de los conciertos ofrecidos por Dave Specter en Ruta 61: Kellie McAvoy y Yo Merengues, en un momento en que mi amigo Dave la descuidó.

A propósito, pronto publicaré mis escritos acerca de este sensacional guitarrista de Chicago, quien me envió por paquetería dos discos de regalo, hermosos, producidos por él: Fortune tellin' man (de Jesse Fortune) y West Side Baby (de Floyd McDaniel). El mismo Specter participa con su guitarra en ambos álbumes.

miércoles, marzo 07, 2007

Las cinco etapas de Las Señoritas de Aviñón VI

Anoche, en Ruta 61 y por la ausencia de Octavio Herrero, quien se encuentra en São Paulo, Las Señoritas de Aviñón incluyeron de nuevo en su alineación a Santiago Espósito, el extraordinario guitarrista argentino cuyo conocimiento de los entresijos y mesenterios de la banda picassiana le permite adoptar como suyo y con absoluta naturalidad el repertorio aviñense.

Perdón por entresijos y mesenterios, pero es que ambas palabras son tan bonitas que busqué –y ahora encontré- el momento de usarlas.

Sigamos.

Así, escuchamos a Jaime vivir con tranquilidad Stormy Monday, Moondance, T-Bone Shuffle, Mistery Train, Sumertime y Hoochie Coochie Man, entre otras piezas clásicas. De la misma manera, lo vimos adueñarse de Magdalena, canción compuesta por Octavio hace ya más de tres lustros, e invitar animadamente a Claudia de la Concha para las versiones de The spider and the fly y Mustang Sally. Por su parte y como siempre, Javier García y Xavier Gaona instalaron una buena base rítmica para el lucimiento de Stanislaw Rascinsky y los mismos Jaime y Santiago.

Mientras escuchaba a Las Señoritas de Aviñón, pensaba en la pregunta que vengo haciéndome desde hace una semana: ¿Cuál es la importancia de J.J. Cale en el ánimo estético de Jaime Holcombe, y qué otras influencias puedo detectar en su voz y en sus gustos?

De su guitarra aún no hablaré, porque Jaime se niega a mostrar lo que verdaderamente podría hacer con el instrumento. En este sentido, él mismo se ha impuesto un papel secundario, acaso semejante al del autor de After Midnight, quien no parece interesado más que en la expresividad de la canción por sí misma, es decir, como composición lírica que basa su fuerza en el hallazgo melódico y en el poder dramático de la voz. ¡Y esto es absolutamente legítimo, totalmente válido! De hecho y por eso mismo, Jaime es considerado una de las mejores voces de Ruta 61 (aquí, los vemos entrelazado amorosamente a Lalo Serrano, dueño del Hoochie Coochie Bar).

Recordemos que Jaime Holcombe proviene, como casi todos nosotros, de una determinada formación musical: el rock. Y el rock es un arma de doble filo: en casos excepcionales y muy particulares, abre puertas y caminos hacia conceptos mucho más amplios y enriquecedores de la música; pero, en general, es sólo un producto industrializado que atrofia gravemente la sensibilidad de las personas e impide a los más jóvenes su necesaria transición hacia la madurez de los sentidos.

Estoy convencido de que Jaime pertenece al grupo de casos excepcionales.

A principios de los ochenta, todavía adolescente, Jaime Holcombe descubrió a Robert Cray. Probablemente, escuchó Who’s been talking, el primer álbum del músico georgiano. O tal vez ya había salido Bad Influence, que apareció cuando la voz principal de Las Señoritas andaba por cumplir sus dulces dieciséis (yo no supe de Cray hasta que Octavio Herrero me mostró, entusiasmado, Strong Persuader).

Cuenta Jaime que este descubrimiento lo hizo interesarse por el blues, donde encontró, como diría él mismo más tarde, una música capaz de contar historias.

Si recordamos el ambiente de aquella época (entre 1982 y 1983), resulta sorprendente que un muchacho de 16 años se haya fijado en Robert Cray, porque la mayoría de sus coetáneos sólo tenía ojos para MTV y oídos para el new wave, etiqueta que la industria del rock supo encontrar frente a la tumba del punk.

Hago una digresión…

A diferencia del rock de los sesenta (protagonista central de su propia época), el new wave no pasó de ser el soundtrack de sí mismo. Sin capacidad de enarbolar una nueva revolución cultural –ni siquiera en el plano musical- (cosa que, a propósito, no era su intención), el rock de los ochenta sólo existió como fondo musical de un encuentro previsible: el de la alegre inocencia de los cincuenta con los frutos de la liberación sexual de los sesenta.

Y si nos fijamos bien, notaremos que esa concurrencia permitió conocer las fantasías secretas de la nueva generación.

Ante la unisexualidad psicodélica de los sesenta y el travestismo de los setenta, los ochenta ofrecieron una cosa cercana a la paidofilia. El infantilismo se convirtió en la conducta sexual más celebrada: Madonna, Cindy Lauper, Michael Jackson, Nina Hagen, Boy George, el mismo Elvis Costello, todos con movimientos de discapacidad y fingidas voces de puericia, parecían invitarnos a no crecer.

Con excepción de Madonna, a quien nunca le he encontrado atractivo alguno, confieso que aún hoy hallo cierta gracia en Girls just want to have fun, Time after time, She bop, Thriller, Beat it, Billie Jean, I’ll tumble, Do you really want to hurt me?, acaso porque en esas piezas percibo rasgos cercanos a mi idea de rocanrol, manera de expresión que siempre evita el estilo melismático pero que sabe dónde cabe una inflexión, dónde encaja un falsete, a qué horas debe sorprendernos con una modulación (por eso mismo, todavía puedo disfrutar de The Reflex y The Union of the snake, dos buenas canciones aparecidas en Seven and the Ragged Tiger, el tercer disco de Duran Duran).

Apartemos a quienes, habiendo participado de los vicios de entonces (el sampleo de la batería, por ejemplo), quedaron a salvo del estancamiento que produce el ceder a los gustos del momento: Talking Heads, Dire Straits, Pretenders

Igualmente, hagamos a un lado y considerémoslos atemporales a quienes ya se encontraban en aquellos días en los territorios de la historia universal: Stevie Ray Vaughan, Van Morrison, Prince, Los Lobos, Frank Zappa... Aquí, lector indignado, coloca el nombre del músico o la banda que consideres fuera de serie y que yo, por descuido y premura, no haya mencionado. Pero evita, por favor, que la nostalgia dicte sobre tus valores.

Para fortuna de la música y del rocanrol (que no es lo mismo), los ochenta sólo fueron una modita y ya sólo suspiran por ella las treintañeras feas que organizan la fiesta de su cumpleaños con los discos de Flans y que aún gritan en sueños por Simon Le Bon y Jon Bon Jovi.

Aquí termina la digresión. Vuelvo a Jaime Holcombe y el blues.

Contar historias está en la naturaleza del blues, afirmación de Jaime que coincide con algo que escribí hace poco: mientras que el jazz piensa y el rocanrol brama, el blues dice, y lo que dice parece estar siempre inspirado en el deseo de curación a través del canto mismo, canto que no pinta paisajes sino que cuenta sucesos, y que no lo hace como el corrido mexicano (desde la posición del testigo ocular o del rumor vuelto leyenda), sino que lo practica desde el drama de la experiencia personal, tan simple y cotidiano que se vuelve conocimiento colectivo.

Cierta noche de 1900, en un barrio de Saltillo, Rosita Alvírez fue baleada por Hipólito, uno de sus pretendientes. El joven enamorado sacó su pistola y metió tres balazos en el cuerpo de la altiva muchacha, que lo había desairado al negarse a bailar con él.

Esa historia se vuelve corrido, y como tal la conocemos.

Con gracia, el cantor suelta la humorada: la noche de su asesinato, Rosita estaba de suerte: de tres tiros que le dieron, nomás uno era de muerte.

Humor negro que anula la posibilidad de compasión (es decir, no podemos participar de la pasión, simplemente estamos leyendo la nota roja de un periódico). Pero, ¿y si Hipólito, desde la cárcel, contara la misma historia y nos explicara el suceso y el terrible desenlace?

Creo que entonces estaríamos muy cerca del blues.

Continuará.

martes, marzo 06, 2007

Las cinco épocas de Las Señoritas de Aviñón V

En 1973, María de la Luz supo intuir que uno de sus ocho hijos corría el peligro de convertirse en una calamidad sin posibilidades de corrección. La música, las maneras de vestir, los amigos, todo anunciaba que Gerardo María sería, durante los próximos años, fuente de las angustias maternas. Para colmo, el autismo de otro de sus hijos amenazaba con agravarse: Agustín (gemelo de Gerardo) no salía del dormitorio y dedicaba sus tardes a escuchar el disco blanco de los Beatles, leer a Edgar A. Poe, deleitarse con la extravagante recreación de instrumentos insólitos hallados en la vieja enciclopedia inglesa de su tío abuelo (el pirófano, por ejemplo) y escribir extrañas historias sobre ogros alados que se alimentaban de niños… o juegos de palabras que él se atrevía a llamar poemas.

Entonces, las amistades de Gerardo eran Billy Nagle, Fernando Ojeda y un muchacho delgado al que apodaban Tiroloco. Con ellos formó un simpático cuarteto de adolescentes dedicados al dolce far niente.

Sin embargo, los cuatro nunca se aislaron del mundo y tuvieron el suficiente talento como para participar en reuniones familiares de las hermanas, cantar canciones de Óscar Chávez o los Bee Gees (Por ti y I started a joke), y demostrar así que también podían comportarse como terrícolas.

María de la Luz sonreía complacida ante esa peregrina reintegración social de su primogénito varón.

La realidad, sin embargo, era otra.

En la morosidad psicodélica de Gerardo María, la música que se escuchaba en su entorno era la de los Rolling Stones y Led Zeppelin. Aunque ya había salido Goats Head Soap, los discos que se tocaban a todas horas en la tornamesa portátil o, incluso, en el Philips monoaural, eran Sticky Fingers y Exile on Main Street, además de Led Zeppelin I, Led Zeppelin II, Led Zeppelin III, el cuarto de Led Zeppelin (el del viejito) y el reciente House of the Holy. Agustín, por su parte, aportaba Preservation Act I, de los Kinks, los siete primeros discos de Jethro Tull e Imagine de John Lennon.

Distanciado ya de las juventudes católicas formadas por los Misioneros del Espíritu Santo y los padres dominicos, Gerardo había sido expulsado del Centro Universitario México (CUM), la preparatoria de los Hermanos Maristas, y recorría la colonia Roma en busca de un antro pseudo-académico que resistiera su irritante comportamiento (mofarse de los maestros, traer el pelo hasta los hombros, usar pantalones color mamey o rojo carmín, de terciopelo y a la cadera). ¡Y lo encontró! Se inscribió en El Instituto América Latina, donde conoció a un tipo con el que se avino inmediatamente, hasta el punto de olvidar a Billy, Fernando y Tiroloco. El entendimiento tuvo razones simples: a ambos les gustaba el rocanrol de los años cincuenta y las cosas pesadas que empezaban a salir en los setenta.

-Acabo de conocer a un maestro sensacional.

-Si es como tus otros amigos, no me interesa que me cuentes.

-No, éste te va a caer bien.

-¿Fuma Delicados? ¡Siempre que vienen tus amigos, la recámara apesta a Delicados!

-Sí, sí fuma Delicados, sin filtro. Pero te va a caer bien. Le gusta el rock pesado: tiene todos los discos de Deep Purple y de Black Sabath…

-¿Tiene ese donde vienen We can work it out y River Deep, Mountain High?

-Book of Taliesyn. Sí, lo tiene. Ya me dijo que me lo presta mañana. A mí me gusta Hush…

-Ese disco lo tuvimos, Shades of Deep Purple, ¿te acuerdas? ¿Qué pasó con él? Me lo saqué de regalo en un Gansito, junto con el primer disco de Wishbone Ash… Oye, ¿y este cuate tendrá la de Paranoico, la que pasan en Vibraciones?

-¡Tiene todo! Y tienes que conocer su casa. Vive en la Roma, en Oaxaca 37, pisos 3 y 4, y el edificio tiene un elevador de esos como antiguos. ¡Y a su mamá no le dice mamá, le dice Car!

-¿Por qué?

-No sé. Son como hippies.


Luego entenderíamos que la familia de ese nuevo amigo no estaba compuesta por hippies, sino por personas ajenas al conservadurismo de nuestra propia familia. ¡Y salirse de la moral familiar fue, sin lugar a dudas, como respirar aire fresco y seductor después de vivir encerrados en las tenebrosas catacumbas de la Iglesia Católica! Años más tarde, mis propios padres, prisioneros de la intolerancia religiosa dentro de la que fueron educados y de la que fueron víctimas inocentes, pudieron respirar, aceptar y disfrutar las ventajas de la libertad de conciencia, sin necesidad de renunciar a su fe. ¿Y la Iglesia Católica? Ésa sigue igual, no tiene remedio. Lo malo es que su hipocresía y su doble moral vuelve hoy a regir los destinos de la República. Hoy somos gobernados por jóvenes católicos, turbios e hipócritas como sus antepasados. Pero eso… eso a mí ya no me importa: he renunciado a participar de una democracia donde prelados, militares, guanabíes y engominados (todos, analfabetas funcionales) forman una sola archicofradía... y siempre se salen con la suya.

Digo que mi madre supo en aquellos días vislumbrar los riesgos que corría Gerardo, y entrever al mismo tiempo que esos peligros contrastaban misteriosamente con la aparente serenidad dentro de la que yo me apartaba del mundo. A esa mujer de inteligencia prodigiosa, los dos extremos le resultaban inquietantes e incómodos.

Decidió, entonces, construirnos un cuarto especial al fondo de la casa de Ma, nuestra amantísima tía abuela (Luz Elena Osorio Mondragón); una habitación para reunir ahí a nuestros amigos. ¡Estábamos que no cabíamos de gusto!

Construido el cuarto, había ahora que conseguir amigos. Y yo no estaba dispuesto a aceptar como tales a Billy, Fernando y Tiroloco.

Una tarde, al salir de la casa y a punto de irme a la Facultad de Filosofía y Letras (a donde iba de oyente, porque ya me urgía volverme universitario), vi llegar a Gerardo con un cuate de lentes, despeinado, encorvado, de ojos azules y definitivamente encantador, de mirada inteligente y conversación sabrosa…

-Mira, él es Octavio.

-Ah, mucho gusto. ¿Te apellidas?


Preguntar por los apellidos era una costumbre que había adoptado de mi madre.

-Martínez Herrero, Octavio Martínez Herrero.

-¿Y de dónde vienen?

-De la Casa de la Paz. Fuimos a ver Go, Johnny go! Sale Chuck Berry y toda la cosa.

Se referían a la legendaria película de 1959.

-Uh, qué padre. Bueno, los dejo, me voy a la universidad. Mucho gusto, Octavio.

-Me dice Gerardo que tú escribes canciones. A ver cuándo nos juntamos a tocar algo.

-¡Sale! ¿Ya le contaste del cuarto que tenemos?

-Podemos convertirlo en cuarto de ensayos.


Fue así como conocí a Octavio Herrero. Y durante tres décadas y media he tenido la fortuna de verlo crecer como músico y convertirse en uno de los mejores guitarristas de la ciudad. Hoy, 34 años después de nuestra adolescencia, Gerardo es amantísimo esposo de Marugenia Sámano, y espléndido padre de dos jóvenes brillantes (Gerardo y Alejandra).
María de la Luz, mi madre, puede estar tranquila en el Cielo. Le salimos inútiles para los negocios, pobres hasta la pared de enfrente, pero muy contentos de la vida, alegres espejos de mi padre, don Agustín Aguilar Rodríguez, que el próximo 20 de marzo cumple 83 años... y que ahora no puede irse a dormir si su hijo Gerardo no le pone encima las cobijas.

¿Y qué tiene que ver todo lo anterior con Las Señoritas de Aviñón?

¡Mucho, mucho! Al menos para mí. Porque el objetivo último de esta bitácora es convertirse algún día, cuando ya estemos bien muertos y casi olvidados, en libro de consulta de los bisnietos. Quiero que sepan esos hijos lejanos cómo vivieron y qué vivieron los hombres y las mujeres que aparecen en viejas fotografías o en videograbaciones mal hechas. Ellos percibirán los hechos del pasado (nuestros hechos) como una serie de sucesos íntimamente ligados entre sí, donde todo tiene explicación, razón de ser. Ellos estarán afuera de nuestro bosque de tiempos, así que podrán verlo en toda su magnitud y entendernos mejor de lo que nosotros podemos entendernos.

Porque el presente es un muro que nos impide ver la historia. Sin embargo, hay una solución: la consciencia del tiempo. Octavio Paz dice (no me acuerdo dónde, así que lo cito de memoria): Aquel que se sabe parte de la historia, está irremediablemente fuera de ella.

Creo que es en Los hijos del limo.

Y estar fuera de la historia es estar aquí, allá y en todas partes, en todos los días, en todos los siglos, ser inmortal. La omnisciencia se basa en la omnipresencia.

Entonces, queridos hijos lejanos, sepan que este abuelo suyo encontraba dobles placeres al escuchar a Las Señoritas de Aviñón. Por un lado, el gozo estético, el gozo puro de la música (ritmos, melodías, modulaciones, armonías, fuegos fatuos que revolotean en alguna parte del cuerpo, quién sabe dónde, a veces en el estómago, a veces en la garganta, a veces en los ojos, a veces en los preparativos del sueño); y por otra parte, el asombro de saber que ese tipo que toca tan bien el blues y ama tanto la música es el mismo que, durante las noches de los años setenta, no soltaba la guitarra ni para dormir...

Encuentro en uno de mis diarios una nota escrita el 14 de febrero de 1979: Octavio y yo acabamos de componer un rocanrol. Se llama You were my queen. Esa canción ha quedado enterrada en el más oscuro olvido, seguramente para fortuna de la humanidad. Sin embargo, la nota es apenas una pequeña muestra de lo que venía sucediendo desde principios de los setenta: el intenso deseo de decir cosas a través de la música. Ahora, al escuchar al Octavio de Las Señoritas de Aviñón, descubro que ese prurito cuasi mesiánico (propio de la primera juventud) dejó paso a algo mucho mejor: el intenso deseo de hacer música, para que la música diga cosas por sí misma.

Con este antecedente, vuelvo ahora al primer disco de Las Señoritas de Aviñón, para hablar de Sensitive kind y de la manera en que Jaime Holcombe nos contagió su gusto por J.J. Cale.