martes, junio 19, 2007

Jaime Holcombe, una señorita que se va.

…pero en aquella hora
gris de las estaciones
sus palabras mojadas se me echaron al cuello,
y una locomotora
sedienta de kilómetros la arrancó de mis brazos.
Manuel Maples Arce


El pasado viernes 15 de junio, antes del penúltimo concierto de Billy Branch en Ruta 61, se despidió, ahora sí definitivamente, quien fuera guitarrista de Las Señoritas de Aviñón durante ocho años (es decir, desde la fundación de la banda en 1999): Jaime Holcombe, una de las mejores voces que he tenido la fortuna de escuchar en vivo, no sólo en los tiempos del Hoochie Coochie Bar sino a lo largo de mi corta vida.

Ese viernes, whisky en mano, me dispuse a resumir en una sola noche todas las experiencias vividas al escuchar a Jaime Holcombe una y otra vez, una y otra vez, ora junto a la cava, ora tras la barra, ora en la mesa más cercana a la orquesta, a las diez de la noche o a los dos de la mañana, con el whisky enésimo o con el primer café con leche de la madrugada. De cualquier manera y en cualquier sitio, escuchar a Jaime siempre fue una oportunidad de aliviar mis oídos con la belleza de una voz verdadera, la voz de alguien que sabe lo que está cantando. Un bálsamo.

Al centro del escenario, flanqueado por Octavio Herrero, Xavier Gaona y Stanislaw Raczcinsky, y con Javier García de guardaespaldas, Jaime me hizo entender lo que alguna vez dijo Iannis Xenakis: el tiempo no existe sino que es sólo una noción epifenoménica de una realidad mucho más profunda.

Quien alguna vez, en Ruta 61, se haya clavado más allá de la medianoche en la música de Las Señoritas de Aviñón y en la voz de Jaime Holcombe, sabe a qué se refiere el autor de La Légende d’Eer: el tiempo no existe. Y no digo esto como para traducir el aparente estado de ataraxia que los noctívagos reflejamos a esas horas, sino que con la música bien hecha en verdad uno entra a una dimensión paralela, inexplicable, fantástica.

La de Jaime es voz que rescata la mejor tradición del canto universal, voz que de veras hace de las palabras y de las frases elementos internos de la melodía y el ritmo, voz dramática capaz de representar diversas y distintas situaciones sin caer ni por asomo en imitaciones groseras. Porque copiar es fácil (y copiar mal es sencillísimo, como podemos comprobarlo a diario), mientras que rescatar esencias es faena de virtuosos.

Jaime está entre los virtuosos, quiero decir, es uno de ellos: Jaime recupera espíritus y recrea emociones.

Pero no se trata sólo de virtudes y gracias otorgadas sin costo alguno por los dioses y la naturaleza, sino de cultura, es decir, de un trabajo de tiempo completo, de un lento cultivo del oído para que éste conozca, reconozca y, luego, ayude a la voz a reproducir no las voces de otros sino la esencia del canto y de la creación, sea blues, sea rocanrol, sea flamenco, sea son jarocho, sea lo que sea que nazca del alma colectiva. Para cantar como Jaime es necesario poseer una cultura musical profunda, tan honda como el placer que producen los géneros elegidos y los compositores predilectos.

Y si a la voz de Jaime añadimos el encanto de su guitarra discreta, nos encontramos entonces con la figura de un músico que supo desde el principio y hasta su última función adaptarse y fortalecer las exploraciones estéticas y los descubrimientos sonoros de Octavio Herrero, tanto en los territorios del blues como en los horizontes del jazz, a la vez que valerse del respetuoso e igualmente sobrio trabajo de Javier García, Javier Gaona y Stanislaw Raczinsky.

Al escuchar los últimos acordes de la última canción, miré a Jaime y pensé en Johnny Carter, el personaje central de El Perseguidor que, de pronto, en un arrebato de atemporalidad (o ante el descubrimiento de la eternidad, o por el vértigo de entender el tiempo), detiene su música y suelta categórico: ¡Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana!

Eso mismo sentí y pensé al ver a Jaime Holcombe por última vez en escena con Las Señoritas de Aviñón. Supe que eso, la música, estaba sucediendo fuera del tiempo.

Estoy escuchando algo que no ha sucedido, escucho a un Jaime que todavía no suelta la primera nota, vivo un deja vu al revés, los sonidos que salen de su voz son premoniciones, reverberaciones que nos llegan de un futuro lejano.

Una situación de locura absoluta, lo admito. ¿Pero por qué? ¿Qué me produjo esa descoyuntura del tiempo, esa experiencia semejante a la que vive el Dr. Dave Bowman (Keir Dullea) al final de 2001, Odisea en el espacio, cuando se encuentra consigo mismo? ¿Es acaso que la música en sí es, para algunos de nosotros, una Hal 9000? ¿Es la música una especie de computadora de algoritmos heurísticos capaz de pensar por sí misma e incluso de crear una nueva conciencia empotrada en nuestra noción de tiempo?

Joachim E. Berendt dice que la música puede producirse en dos dimensiones diferentes del tiempo. Stravinski les da los nombres de tiempo psicológico y tiempo ontológico. Rudolf Kassner habla de un tiempo vivido y un tiempo medido. Las dos especies de tiempo no pueden cubrirse en las fases de nuestra existencia que tienen verdadera importancia, particularmente en el arte: un segundo se convierte, en un momento de dolor, en toda una eternidad; y una hora se transforma, en el sentimiento de felicidad, en un instante que pasa volando. Esto es significativo para la música (…). Pero si la música es arte en el tiempo, debemos preguntarnos en qué tiempo, si en el psicológico o en el ontológico, el relativo o el absoluto, el vivido o el medido.
Borges, como Stravinsky, también se refiere a la música como una abstracción del tiempo, un pliegue único, un pozo de temporalidad singular.

Parafraseo dos confesiones de Johnny Carter:

Jaime Holcombe me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que Jaime me metía en el tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con... bueno, con nosotros, por decirlo así.

Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como Jaime mete la música en el tiempo cuando está cantando, a veces…


El cuento de Julio Cortázar es, entre muchas otras cosas, un homenaje a Charlie Parker y una reflexión sobre el tiempo y las artes, aunque también es un breve tratado sobre la locura. Johnny, el saxofonista de la historia, padece (o goza) de dislocamientos o iluminaciones del tiempo, que lo hacen afirmar que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto.

Entre las artes temporales están, precisamente, la música y la literatura, cuyo disfrute requiere inexorablemente del paso del tiempo: no podemos recibir de sopetón una pieza musical, la que ahora escucho, digamos: Los ojos de La Alhambra, bellísima cosa que viene en Ciudad de las Ideas, disco de Vicente Amigo que me regaló Sabina León Huacuja, mi querida y hermosa amiga, quien ha de estar leyendo esto en Turquía (porque por allá anda de paseo la pobre niña), y quien durante estos días será nuestra corresponsal en Europa.

Para disfrutar la canción de Vicente Amigo y la canciones interpretadas por Jaime Holcombe, hay que acompañarlas en su suceder, hay que suceder con ella.

Y esa noche, aquella en la que se despidió Jaime Holcombe, la afirmación de Johnny me llegó como un nonsense de Lewis Carroll y una ilustración sonora de la teoría de la relatividad de Albert Einstein.

¡No te vayas, James!, gritaban (gritan) después de cada canción los seguidores incondicionales del músico, a quien conocí en casa de Eric List cierta noche de 1996.

¿O era el hogar del abuelo? Sí, ha de haber sido la casa de Germán List Arzubide, el estridentista, porque ahí estaba el viejo rebelde, en medio de la penumbra, sentado en una silla de madera -silla rústica, incómoda, descarada, insolente, irreverente, silla de nadie.

No estoy seguro. Tal vez el poeta casi centenario se encontraba en la comodidad de un desvencijado sillón de cuero raído, el sillón de siempre, verde mosca, gris rata, hermoso como su dueño, con olor a tabaco rancio.

Pero sí lo vi, claro que lo vi. Lo vi cuando pasamos de una recámara a otra (era una de esas casas cuyos cuartos se comunican entre sí con puertas de dos hojas). Y Octavio nos recordó, un segundo después, que en su casa él conservaba algo tan valioso como un abuelo vivo: el sombrero de Manuel Maples Arce.

De lo que estoy seguro es de haber visto al viejo divino, encorvado y con la mirada lacrimosa perdida en las sombras de una fiesta que era suya (porque se celebraba su cumpleaños noventaitantos), pero en la que ya no podía reconocer a sus amigos y a sus compañeros de aventuras. La noche se llenó de la música hecha por la banda de rock de Jaime Holcombe, un muchacho delgado, un jovencito de pelo largo, casi al estilo glam de Dave Hill.

No volvería a ver a Jaime hasta tres años después, cuando se unió a Octavio Herrero, Iván Lombardo, Javier García, Jorge Escalante y Eduardo Escalante para formar Las Señoritas de Aviñón. Desde entonces, quedé convencido de que Octavio, mi amigo eterno, había encontrado por fin una voz a la altura de sus necesidades.
Hoy, Las Señoritas de Aviñón experimentan la obligación estética de refundar al grupo. Ahora tendrá que surgir otro concepto, otra manera de decir las cosas, una nueva música. Porque nadie podrá sustituir a Jaime Holcombe: con él desaparece una banda. Nace otra. ¡Adiós, Jaime! ¡Bienvenidas, Señoritas de Aviñón!

lunes, junio 11, 2007

¡Vuelve Billy Branch!

Fue hace un año y cuatro meses, en febrero de 2006, cuando Billy Branch se presentó por vez primera en Ruta 61. Dije entonces que Lalo Serrano no es sólo el inteligente dueño del Hoochie Coochie Bar sino que, además, se ha convertido en un excelente promotor cultural, capaz de convencer a figuras de primera línea para que vivan la experiencia de tocar en nuestra ciudad: John Markiss, Deitra Far, Luis Robinson, Graná Louise, Dave Specter, Carlos Johnson, Peaches Staten, Billy Branch. Y a la calidad tangible de estas visitas hay que añadir, claro, la que nos ofrece un buen número de bandas locales como Pangea, Vieja Estación, Las Señoritas de Aviñón, Betsy Pecanins, El Charro y los Moonhowlers, Memo Briseño, La Dalia Negra y Larifer, entre otras.

¿Quieres, lector ansioso, saber cómo van a estar las cosas este fin de semana? Escucha esta belleza: Crazy Mixed Up World, de Willie Dixon, un himno a la música, un canto de amor la vida en medio de este mundo loco. ¡Contigo, Billy Branch y Vieja Estación!

En este preciso instante, recibo la llamada telefónica de Lalo desde el Aeropuerto Internacional O’Hare de Chicago (a ver qué día le quitan ese nombre tan feo y lo rebautizan como el Wang Dang Doodle International Airport).

-¡Hola, Agus!
-¡Lalo! ¿Ya estás en México?
-No, estoy en el aeropuerto de Chicago…
-¡Ah!
-Oye, te hablo para… ¡Uy, espérame! Hubieras visto lo que acaba de pasar…
-¿Qué?
-¡No, no, no! Dios mío. Bueno, te decía…
-Lalo, ¿estás en Chicago o en Zipolite?
-¡En Chicago! Mira, te quiero pedir un favor…


Eduardo viajó a Chicago para estar presente en la reciente edición del Festival de Blues de esa ciudad. Ya nos contará cómo le fue. Quiero suponer que, entre gozo y gozo, Lalo trabajó en la afinación de detalles administrativos para la inminente presentación de Billy Branch en Ruta 61 (jueves 14, viernes 15 y sábado 16 de junio). Porque Vieja Estación, la banda que acompañará al armonicista, está ya más que lista.

A fe de múltiples notas periodísticas, el gran momento del segundo día del Festival de Blues de Chicago fue, precisamente, la celebración de los treinta años de The Sons of Blues, en el Grant Park. Durante más de dos horas, Billy Branch y sus compañeros de banda (entre ellos, dos conocidos de Ruta 61: Lurrie Bell y Carlos Johnson) tocaron como lo que son, ya por sangre, ya por causas de honor: los hijos directos del blues, segunda generación que ha sabido mantener el espíritu de sus padres y de sus tutores (otro amigo, Raúl de la Rosa, también estuvo en Chicago, y de él podemos leer ya su primera crónica sobre el festival en La Jornada de ayer).

Recordemos lo que sucedió hace casi un año y medio.

El jueves 2 de febrero de 2006, durante el primer concierto de Billy Branch en Ruta 61, comprobé lo que he sabido desde siempre (y así lo escribí en esta bitácora): que Vieja Estación está a la altura del compromiso que significa acompañar como banda a un músico formado en la mejor escuela del blues. En aquella primera ocasión, el armonicista de Chicago y la banda argentina mostraron cómo la belleza del blues siempre pende del talento y la capacidad expresiva de los músicos. Billy pudo decir su discurso gracias, en gran parte, a que Ignacio Espósito, José Luis Sánchez, Mauro Bonamico y Santiago Espósito ejecutaron con sorprendente acierto las piezas que apenas si habían ensayando uno o dos días antes: Bring it on home, Grown mery, The blues follow me around, Crazy mixed up world, Everysight to the blind, Crank it up sckecht my beck, Boom Boom, Crazy mixed world, Got my mojo working, Key to the Highway y otras.

Ezequiel Espósito, voz principal de Vieja Estación, también fue llamado por Branch, y pudimos entonces escuchar dos voces sin otra geografía que la isla del blues. También subieron Betsy Pecanins y Male Rouge, descritas por el visitante como my princess y a sexy girl.

La noche del viernes 3 de febrero de 2006 fue extraordinaria en muchos sentidos: abarrotado el bar, Lalo Serrano tuvo que dar instrucciones para bajar la cortina y, así, evitarse la pena de decir a los rezagados que ya no cabía ni un alfiler. Billy Branch se dio entero, sin condiciones, incluso sobrepasando los límites de la bondad y la complacencia: no sólo tocó blues como los grandes (porque él es un grande), sino que, además, se dio tiempo para dictar cátedra y expandir la idea de que el blues es más que un género musical: es un gesto humano, una sudoración, un brote universal del alma.

Algo semejante sucedió al día siguiente, el sábado 4 de febrero de 2006. Y el fin de semana amarró bien, porque a las ocho de la noche del domingo se transmitió por radio la primera parte de la entrevista al armonicista, con la presencia en cabina de Octavio Herrero, Lalo Serrano, Cecilia García-Robles y, por supuesto Raúl de la Rosa, conductor del programa Por los senderos del blues.

En realidad, ésta será la cuarta visita de Billy a México, pues a la presentación de febrero de 2006 en Ruta 61 hay que añadir su participación en uno de los festivales de blues organizados por Raúl de la Rosa a fines de los setenta y principios de los ochenta (seguro lo vi, pero no recuerdo con exactitud la edición), así como su reciente intervención en el X Festival de Blues organizado también por Raúl, en noviembre del año pasado, en el Teatro de la Ciudad y el Monumento a la Revolución. Asimismo, queda en la memoria de todos nosotros la escapada que en esos días se dieron Branch y una docena de músicos divinos para improvisar una fiesta histórica en Ruta 61, donde doña Marie, viuda de Willie Dixon, nos dio la bendición y nos regaló su sonrisa permanente.

Termino esta entrega con la transcripción del boletín de prensa que preparé para esta semana. Tengo la ligera sospecha de que el texto no es enteramente de mi propia inspiración. Es probable que haya traducido varios artículos encontrados en la red, y con ellos haya pergeñado una ensalada sin mucho estilo.

La sangre y las virtudes de una segunda generación
El mejor armonicista de Chicago ofrecerá tres funciones en Ruta 61
14, 15 y 16 de junio

Ruta 61 vuelve a tender el puente que desde hace tres años lo une con Chicago, y trae a escena por segunda vez al mejor armonicista de la Ciudad de los Vientos, Billy Branch, aquel joven que en los setenta sustituyó al legendario Carey Bell, recientemente fallecido, en la banda de Willie Dixon.

Para la armónica y para el blues hay, sin duda, horizontes amplios y promisorios; y en ellos se percibe la figura de Billy Branch como protagonista indispensable.

Billy Branch creció en Los Ángeles, y regresó a su natal Chicago en 1969. Fue entonces cuando, inspirado por la maestría de Big Walter Horton y Junior Wells, decidió labrarse un nombre y una carrera. Con ese ánimo a flor de piel, tuvo la oportunidad de sustituir a Carey Bell en la Chicago Blues All-Stars de Willie Dixon y de codearse con la crema y nata del blues, además de desarrollar una personalidad propia y de tejerla con la influencia directa de leyendas vivas y talentos extraordinarios.

Maestro y músico -excelente en ambos oficios-, Branch no sólo es, como armonicista, la primera persona en la que piensa una banda para una sesión de grabación en Chicago, sino que, además, dirige desde finales de los setenta el trabajo de The Sons of Blues, acopladísimo cuarteto que, a pesar de sus numerosos cambios de personal, ha sabido mantener el espíritu original del blues de Chicago.

En sus inicios, The Sons of Blues contó con el guitarrista Lurrie Bell (hijo de Carey) y el bajista Freddie Dixon (descendiente de Willie), quienes contribuyeron con su destreza personal y con la fuerza de su propia sangre. Más tarde, la banda quedó constituida por el guitarrista Carlos Johnson, el bajista J.W. Williams, el baterista Moses Rutues y el propio Billy Branch, y con esta formación grabó, en 1983, Where’s my money?, álbum en el que también participaron Pete Crawford, Rufus Foreman, Kurt Berg y Jimmy Walker. Apenas lanzado el disco, se unió el guitarrista Carl Weathersby, y J.W. Williams fue sustituido por Nick Charles.

Hoy, Ruta 61 puede decir con orgullo que un porcentaje importante de The Sons of Blues ha pisado su escenario: Billy Branch, Lurrie Bell, Carlos Johnson, Moses Rutues y Nick Charles.

A pesar de tener una agenda repleta de grabaciones y conciertos, Billy Branch siempre encuentra tiempo para contribuir en la formación musical y cultural de los jóvenes de su país, sobre todo entre los sectores más pobres de Estados Unidos.

Con el propósito de garantizar la calidad original de Billy Branch, el armonicista estará acompañado por Vieja Estación, banda argentina que ha demostrado no sólo talento y calidad, sino, además, una sorprendente capacidad para sostener el alto nivel de los músicos de Chicago que se han presentando en Ruta 61 en los últimos dos años (de hecho, Billy Branch afirma: Vieja Estación es mi banda en México).

Es conveniente hacer reservaciones anticipadas para cualquiera de los tres días, llamando a los teléfonos de Ruta 61: 5256-0667 Y 5211-7602 (o escribiendo a eduardo@ruta61.com).

viernes, junio 08, 2007

José Cruz (primera parte)

Conocimos a José Cruz a principios de los ochenta, cuando él y otros jovencísimos escritores de canciones ofrecían recitales en el Foro Tlalpan. Nos sentábamos a escucharlos en tablones de madera, frente a un escenario a ras de suelo y sin decoración, con el aire frío que se colaba de la calle hasta nuestros pies y con las ganas de encontrar la crónica de nuestros veintitantos en historias bien contadas, en versos ciertos y acertados, capaces de flotar sobre la sencillez de una música fresca, sin pretensiones, rudimentaria, transparente, respirable.

Más tarde, a partir de 1986, nos convertimos en público frecuente de Real de Catorce, grupo fundado por Fernando Ábrego, Severo Viñas, José Iglesias (q.p.d.) y el mismo José Cruz. Ya entonces la banda se distinguía por la calidad de su música y porque, junto con Guillermo Briseño, Jaime López, Armando Rosas y Francisco Barrios, ofrecía una lírica atractiva, innovadora, cercana a la poesía aunque no necesariamente inmersa en ella.

Gerardo, mi hermano, recuerda con mucho cariño aquella época:

No sé cuántas veces habremos alternado con Real, pero siento como si hubiéramos compartido el escenario una vez a la semana durante dos años. No fue así, por supuesto; pero es que una sola vez con Real se convertía en muchas veces con Real.

Al poco tiempo de conocer a José, descubrí en él a un hombre con mucho cariño para dar y regalar. Recuerdo bien su manera de saludar y de conversar: siempre con la mirada puesta en los ojos de su interlocutor, sin distraerse.

En 1988, en su casa, se nos ocurrió crear un colectivo para grabar algo y participar así, de alguna manera, en las definiciones políticas de aquellos días. Me acuerdo que estabamos
Jaime López, Choluis, Gerardo Encizo, Rodrigo de Oryazabal, yo mero y el mismo José, por supuesto; pero tal vez olvido a alguien. Nada se logró, sin embargo. Por más que José intentaba organizarnos, eso se convirtió en un verdadero desmadre. No sé si alguien grabó la sesión. Espero que no.


Las letras de José son a veces decorosas, en momentos dignas y en ocasiones geniales. Su encanto se alimenta de una evidencia: el deseo de crear atmósferas nuevas y escenarios inéditos en la teatralidad de los ochenta. Sin embargo, o tal vez por ello, aún hoy, después de nueve discos, sigo quedándome con los tres primeros ábumes (Real de Catorce, Tiempos oscuros y Mis amigos muertos), no porque los considere superiores al resto sino porque en ellos se fija mi nostalgia y con ellos confirmo siempre la belleza de sus melodías (y creo, aunque no estoy seguro, que la melodía es la substancia que permite a una canción perpetuarse en la memoria de la gente).

Por otro lado, recordemos que Real de Catorce tuvo que resistir la condena de quienes, en esos días, se enfadaban y se rasgaban las vestiduras si alguien, al escribir una canción, no mencionaba el nombre de su colonia o si su historia de amor no sucedía en algún vagón del Metro.

-¿Qué es eso de humos bohemios y cigarrillos morados de la vieja Persia? ¡No, ‘ijo, cámbiale! Humos de Ruta 100 y cigarrillos ovalados de la vieja Portales. Además, esa colonia rima con carnales, ‘ijo, entieeeende, ‘ijoooo.

Cada generación tiene sus dictadores y sus sacerdotes, cuyo trabajo consiste en supervisar el cumplimiento de normas y preceptos del Comité de la Canción Comprometida (CCC).

A finales de los setenta, el CCC distribuyó entre los hacedores de canciones quenas, charangos, cajas, violines chamulas y flautas tucumanas... y ay de aquel que no gritara ¡adentro! después de describir la muerte de un obrero o un campesino, y ay de aquel que no le pusiera Violeta a su hija recién nacida, y ay de aquel que no cantara Alfonsina y el Mar para dormir a Violetita.

A partir de los ochenta, el mismo comité se vio obligado a admitir que el rock no era necesariamente un arma del imperialismo yanqui para someter la conciencia de Latinoamérica. Pero...

-Bueno, compañeros, está bien, dejemos que surja el rock, pero de algún modo habrá que insertar al género dentro del marco teórico de la lucha de clases. Levanten la mano quienes estén de acuerdo.

¿Qué pasó? Que el CCC empezó a pontificar de nuevo...

-¡Eso no es rock, eso no es blues, eso no es progresista, eso es comercial, eso es reaccionario, eso impide el avance del movimiento, compañero, y agrieta la frágil unidad de la clase trabajadora, con la que los artistas debemos caminar la historia, no se vale hacerle el juego a la burguesía, a ver, todos, levanten sus guitarras y sus armónicas, el canto nuevo vive y vive, la lucha sigue y sigue, el mes próximo, compañeros, todas las canciones surgidas de este comité deben decir sin ambajes que Ramón Aguirre es un pendejo, aquí les paso la lista de rimas: conejo, pellejo, reviejo, este… Bueno, ahí ya le cambian a verbos en infinitivo.