Hace once años, mis caminos eran otros. La música había perdido en mi vida su protagonismo filosófico y había dejado de ser sacerdotisa y alcahueta. De pronto, con el arrebato de una lluvia primaveral, la música volvió a ser simplemente sonido, se desnudó ante mí y se liberó de lo que yo mismo la había forzado a ser (o la había forzado a hacer): una diosa que me revelaba entre melodías, armonías y ritmos el sentido del universo. ¡Pobre música! Ella, que sólo deseaba conmover, fue convertida en sibila por un adolescente hambriento de indicios y significados.
Agotada mi búsqueda de
sentido del universo, la música dejó de ser su escritura. El cuervo de los
signos desapareció y la música recobró su naturaleza, en la lobreguez de la
noche y sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones. La
música se liberó de mí, se desnudó ante mí y volvió a ser la jerigonza de los
pájaros y el murmullo de los árboles, el gemido del sueño y el borboteo del
agua en la lumbre, la algarabía de los niños, el tintinar del hielo en el
whisky y la combustión del tabaco… Only
this and nothing more.
En 2004, aún goteaba en mi
ánimo el dolor por la muerte de mi madre –ocurrida siete años antes-. Hoy ese
dolor ya no es una exudación pertinaz, sino que se ha empozado dulcemente en mi
alma vallejiana. Y ahí está. Pero entonces el pling pling de la orfandad hacía
del atardecer la fragua de mis pensamientos y mis emociones. ¡Qué dulce y tierno eres, crepúsculo!, canta
el poeta desde el esplín, y su alabanza enciende mi recuerdo de aquel jueves 27
de mayo de 2004, cuando Ruta 61 abrió sus puertas por primera vez.
Ruta 61 es para mí un
momento de amor a la música descarnada y una posibilidad de abrazar y besar a
los amigos. Con más de una década, el lugar de Eduardo es ya parte de las
noches de nuestra ciudad y parte incluso de la historia del blues en México. La
lista de músicos que se han presentado en el bar es evidencia innegable de su
aportación a la cultura citadina.
Ruta 61
apostó a un concepto cuyo éxito ha sido comprobado en otras latitudes: dar al
blues un recinto propio, una casa particular, una dirección; ofrecer a los amantes
de esta música universal el espacio necesario para su deleite; regalar a las
nuevas generaciones la posibilidad de un nuevo cultivo. Y dichos propósitos
corrieron parejos con una idea absolutamente digna y justa: ser, en todos
sentidos, un buen negocio. Lo es, a pesar de la crisis, porque buen negocio no
significa necesariamente el enriquecimiento inexplicable sino la instalación y
la permanencia de un sueño.
Hace siete años, al final de 2008, Ruta 61 abrió sus puertas y ofreció su
foro a otras maneras y a otras expresiones musicales, con la idea de anunciar
desde entonces lo que estaría sucediendo a partir de entonces: el foro se
convirtió en un espacio plural donde la diversidad de géneros es la pauta a seguir.
Se sigue con el blues de Chicago, por supuesto, y con las diversas maneras de
abordar la historia de esta música; pero igualmente se da cabida a toda
propuesta musical que merezca ser escuchada.
En Ruta 61
cabe toda la música y todos los corazones. Con esta segunda declaración de
principios, el lugar rescató uno de sus propósitos originales: contribuir a que
las noches de la ciudad sean de veras memorables, y que el recuerdo tenga como
raíz la sensación de placer que produce la belleza inagotable de la música.
Hace once años, vagaba yo alrededor
de mí mismo, sin el menor deseo de vivir la noche. Fue entonces cuando, a punto
de caer la penumbra de aquel jueves de mayo, la sonrisa de Eduardo Serrano
Jasso me atrapó con su encanto y su alegría de vivir. Ayudó, por supuesto y
mucho, la música de mis amigos y el brotar de nuevos amigos; pero la esencia
que explica mi larga permanencia en Ruta 61 ha sido esa lumbre de vida que sale
de Eduardo a través de sus ojos, de sus abrazos y de su sonrisa incontenible. Ya
no voy tan seguido, pero esta distancia se debe a una serie de motivos
personales que nada tienen que ver con la belleza del lugar. Si pienso en vivir
la noche, pienso en Ruta 61 y pienso en Eduardo. Y si llego al bar y no está su
dueño, su ausencia me duele.