lunes, febrero 26, 2007

Las cinco épocas de Las Señoritas de Aviñón IV

¿Pero cómo? –preguntará alguien. Si dices que, en tiempos de Claudia Ostos, el repertorio de Las Señoritas de Aviñón pareció dividirse en dos rostros (el de la crudeza melodramática y el del desenfado festivo), ¿cómo explicas, entonces, que el primer disco de la banda inicie con la misma Claudia cantando la deprimentísima Stormy Monday?

Recordemos, primero, que T-Bone Walker no es un compositor de blues desgarrador, es decir, el eje de sus canciones no es la expresión abierta del dolor. Al contrario, el humor está siempre presente, así sea en un solo verso, en una frase musical, en un simple acorde, cosas estas dos últimas que tan bien ha recogido Octavio Herrero para su propia guitarra, y que, antes, marcaron el camino de B.B. King y del mismo Chuck Berry, reyes ambos no de la melancolía sin remedio sino del remedio para la melancolía, cada uno en su respectivo territorio.

El humor de T-Bone Walker es el de quien se burla de sí mismo en el desconsuelo, incluso en lamentos como Stormy Monday, o en la gracia que se saca del bolsillo para soportar los malos momentos. Pensemos, por ejemplo, en la letra de T-Bone Shuffle, canción que también se encuentra en el repertorio de Las Señoritas, para comprender que a su autor le gustaba el relajo y reconocía las delicias de la vida.

Hay, es cierto, una lectura histórica de Stormy Monday (el impacto que produjo en 1947, al reflejar la cruda depresión de la posguerra); pero su universalidad se da al reconocer en unos cuantos versos la experiencia del amante abandonado. Y la tristeza colectiva se vuelve alivio individual, lo que a fin de cuentas es una luz de esperanza: si un sentimiento puede retratarse, significa entonces que tiene fin, que es momentáneo, que no es para toda la vida.

Para mí, Stormy Monday es la canción de un tipo alegre a quien le irrita mucho no estar alegre: Quiero, Señor, que me devuelvas a esa mujer no tanto porque la ame... sino porque con ella estaba muy contento.

El diablo susurra: Eso es el amor, mentecato, ¿o qué otra cosa...? ¿No reconoces mis sazonadores?
T-Bone Walker: ¡Ah, bueno! La cosa es que sin ella nada soy, nada me sabe.
El diablo susurra: ¡Tienes el blues, hijo mío!
T-Bone Walker: Sí. ¿Qué hago, qué hago? No soporto estar así.
El diablo susurra: Canta.
T-Bone Walker: ¿Estoy hablando con el diablo o con Mary Poppins?
El diablo susurra:
Canta. Yo sé lo que te digo.

Veamos al autor, escuchemos el blues (creo que el documento data de mediados de los sesenta) y descubramos uno de los estilos que más huellas han dejado en la guitarra de Octavio Herrero. Y que sirva esto para entender, de una vez por todas, que en Ruta 61 tenemos la fortuna de contar con maestros reales, herederos y sustentadores de una tradición y de un tesoro. Porque cuando Las Señoritas hacen Stormy Monday, T-Bone Walker baja del Cielo e ilumina el escenario.

El blues en Stormy Monday

Quien haya sido víctima pasional del desamor, entiende claramente la profunda tristeza de la que habla T-Bone Walker en su Stormy Monday.

Una mujer lo ha abandonado, y todo adquiere entonces el color de la muerte y la desolación. ¿Y ahora qué hago? ¡Tan bien que me la estaba pasando!

¿Cómo son las tardes de domingo? ¿A qué tormentas se refiere la canción?

A la muda tormenta de una alma mal tratada que se descubre vacía, inútil, agotada, sin vida.

Domingo. Por la ventana se cuela la luz de un sol tibio, desganado, luz ambarina que lenta se unta en el suelo y en la pared del pasillo, y deja en el aire una franja de polvo que flota y titila en silencio. Sólo se escucha el motor del viejo refrigerador, y no sucede nada. Sólo sucede el tiempo, indolente y definitivo.

Y el domingo es lunes, martes, miércoles, jueves…

El tiempo se vuelve pastoso, y cada uno de sus minutos son gotas pesadas de nostalgia y melancolía. El tiempo es lodo, y el lodo permanece por efecto de una pertinaz lluvia de aflicciones y desconsuelos apenas apaciguada por la paga del viernes (the eagle flies on friday) y la música del sábado (saturday I go out to play).

Para quien vive el abandono, toda la semana se vuelve un eterna tarde de domingo sin quehacer, mejor dicho, sin capacidad de hacer.

Es el blues.

Y, sin embargo, con el blues siempre hay algo que hacer. Porque no estamos ante el spleen europeo, ante el hastío burgués fruto del pensamiento romántico. El blues, este blues, no es aburrimiento o hartazgo de clase, es dolor llevado al extremo, un estado del alma que lastima el cuerpo pero no lo inmoviliza. Es la infelicidad, el abatimiento, el casi desánimo; se trata, a la vez y solamente, de un sentimiento transitorio de tristeza y desilusión, adecuado y proporcional al estímulo que lo origina, con una duración breve que no afecta a la esfera somática (¡T-Bone Walker va a cobrar su salario, va a tocar el sábado... y el domingo se presenta en el templo!).

El spleen es burgués, y por eso causa modorra, ganas de opio (Baudelaire en el infierno de Rimbaud). El blues, en cambio, pertenece a la clase trabajadora, que no conoce otras formas de curarse más que el trabajo y la diversión.

En 1862, a sus 41 años, Charles Baudelaire escribe El spleen de París, pequeños poemas en prosa que definen su alma fatigada de ser. Leamos, para ejemplo, El puerto...

Un puerto es un lugar encantador para el alma fatigada de luchar por la vida. (...). Además, y sobre todo, para el que no tiene ya ni curiosidad ni ambición, hay una especie de placer misterioso y aristocrático en contemplar, tendido en un mirador o acodado en el muelle, toda esa agitación de los que parten y de los que regresan, de los que tienen aún fuerzas para querer, deseos de enriquecerse o de viajar.

Aaron Thibeaux Walker tiene 37 años cuando lanza su Stormy Monday...

Se habla del lunes tormentoso, pero el martes y el miércoles son peores, y el jueves no se diga: dolorosamente triste. Voy a cobrar el viernes, y el sábado salgo a tocar. El domingo voy a misa, me arrodillo y rezo: ¡Señor, ten misericordia de mí! Busco a mi niña, ¡regrésamela, por favor!

Insisto, una cosa es el spleen y otra el blues, dos estados del alma harto diferentes pero igualmente capaces de producir belleza desde el corazón de músicos y poetas verdaderos. Sin embargo, más vale no confundirlos. El blues se vive en la cama, en la calle y en el trabajo (o en el desempleo). El spleen se ahoga en el Sena o se apoltrona en el diván del psicoanálisis.

Reconsidero la distancia entre el blues y el spleen. Hay un lugar que los convoca y los acerca: el burdel. El burdel es el cruce de caminos donde alguna vez podrían encontrarse Robert Johnson y Charles Baudelaire.
¿Y qué hacen las Señoritas de Aviñón con Stormy Monday, cómo la enfrenta Claudia Ostos, qué dibujan Jaime Holcombe y Octavio Herrero con sus guitarras, cómo reman Javier García y Jorge Escalante de una orilla a otra de la canción, dónde se instala Eduardo Escalante?

Coloca, lector, el primer disco de Las Señoritas de Aviñón en el aparato, ponte los audífonos, sube todo el volumen y escucha. Descubrirás, entonces, que la banda logró una bellísima versión, lenta, lenta, lenta, sentidísima, donde cada uno de los músicos buscó (y encontró) el estado de ánimo correcto para que Claudia describiera con voz tersa y sincera el cold turkey del desamor.

De este disco se habla poco, cosa que me parece injusta. Las mismas Señoritas de Aviñón parecen querer olvidarlo. Yo no pienso hacerlo. Grabado el 7 de julio de 2001, el álbum contiene apenas cuatro canciones, suficientes para recordar cómo sonaba la banda hace seis años.

Continuará.

jueves, febrero 22, 2007

Intermedio II

El swing y la nada

La noche del jueves 21 de febrero, en su programa
Los imprescindibles, TV UNAM transmitió un capítulo más de La Historia del Jazz. Esta vez, el tema fue la génesis del swing. Una delicia: Coleman Hawkins, Lester Young, Billie Holiday, Count Basie y sus Barones del Ritmo, Ella Fitzgerald.

Casi al final, antes de referirse al momento en que Hawkins entra al estudio para grabar la bellísima Body and Soul, pasan aquella legendaria escena en que toda la orquesta de Benny Goodman, apenas comenzado su concierto de 1938 en el Carnegie Hall, sufre un ataque de pánico y ejecuta la primera pieza sin el menor atisbo de swing.

El concierto comenzó con amenazas de fracaso, porque los músicos no se hallaban (Me sentía como prostituta en el templo, dijo más tarde alguno de ellos, al recordar un hecho: fue la primera incursión del swing en ese recinto). Pero el gran Gene Krupa, con un profundo sentido teatral, salvó la situación: llegado el momento propicio, Krupa aporreó su batería con toda el alma... y despertó así al público y a la misma orquesta.

Terminado el programa, me fui al Canal 22 para ver qué estaba sucediendo en el Zinco Jazz Club, desde donde se transmite un programa semanal, previamente grabado. Esta vez, me encontré con un grupo de músicos franceses que hacían ruido para una audiencia complaciente.

El público de todos los bares es por naturaleza complaciente, predispuesto a la diversión, rara vez dispuesto a exigir música. Eso sucede en todas partes, tampoco debo hacer un escándalo. Lo que pasa es que no me gusta que me den gato por liebre.

No vi el programa, sólo el final, así que sería injusto establecer un juicio definitorio. Sin embargo, después de escuchar a Coleman Hawkins y a Lester Young (¡en grabaciones de hace más de cincuenta años!), el oído y el espíritu ya no pueden regresar a ciertas expresiones artísticas (una extraña batucada con tambor, contrabajo y violín) en las que la música pasa a segundo plano y ya sólo importa fingir alegría sobre un ritmo tonto, carente de gracia alguna. Y mira, lector, que no venía de escuchar música supuestamente seria como para ponerme de exquisito, sino el swing, el swing, primo hermano (o tío) del mambo, qué rico mambo, música sensacional, para mover los pies, las piernas, la cintura, el swing de los años treinta. Claro, pasa que venía de escuchar swing y las siempre luminosas notas a pie de página de Wynton Marsalis. Cosas mundanas, pues.

Ese café te acaba

En nuestra ciudad, viajar en taxi es relativamente barato. Yo pago entre 25 y 30 pesos si me llevan de la Escandón a la Fuente de Petróleos. Me parece un precio razonable, decente incluso, apenas diez veces más de lo que me cuesta hacer el mismo viaje en Metro. Soy capaz de pagar esa cantidad con tal de evitarme el tormento que significa escuchar en formato MP3 la música que ofrecen los piratas dueños del comercio en los vagones del tren: el álbum completo de la música grupera, la antología de cumbias y quebraditas, las predilectas de Café Tacuba o los grandes éxitos de Julieta Venegas, cantante con la que los estreñidos pueden dejar de usar supositorios de bisacodilo.

En el colmo de la desgracia, hay que escuchar las románticas de ayer y hoy, con Leonardo Favio incluido…

Hoy corté una flor
(y llovía llovía),
esperando a mi amor
(y llovía llovía).
Presurosa, la gente
pasaba y corría.
Y desierta quedó
la ciudad, pues llovía.


Devuélveme mis manitas

Entre una estación y la siguiente, algún pirata puede arrojarnos a todo volumen Devuélveme mis manitas, una de las historias contenidas en Reflexiones Volumen 5 de Mariano Osorio, donde el joven locutor de Stereo Joya narra el cuento del niño al que le amputan las manitas después de la golpiza que le propina su padre por haber rayado con marcador los asiento del coche nuevo. Y mientras nos vemos obligados a escuchar la trágica historia, un sordomudo coloca en nuestros regazos pequeñas bolsas de contenido vario: chicles Canels, un calendario diminuto con la imagen del Niño Jesús, una paleta sabor mango cubierta de chile piquín. Todo por cinco pesos.

I feel a draft, diría Lester Young

Pero en taxi las cosas no necesariamente son mejores. Puedo toparme con el infortunio de escuchar durante veinte minutos a alguno de los tantos retrasados mentales dueños del espectro radiofónico matutino (con ellos no pienso ser políticamente correcto), o a los nazis que cagan toda su mierda por el culo que tienen por boca (Nino Canún, Eduardo Ruiz Healy y Pedro Ferriz de Con, por citar a los más boquiflojos, los más turbios, los bigotes de la oligarquía).

Zappiencias

Frank Zappa escribió en alguna edición del Chicago Tribune, a finales de los setenta, que gran parte del periodismo musical (él se refería al rock, en particular) está hecho por personas que no saben escribir y que, sin embargo, garabatean artículos sobre personas que no saben hablar, para gente que no sabe leer.

Zappa no utiliza el verbo saber sino el verbo poder, pero el sentido es el mismo.

Podemos parafrasear al Genio de Baltimore y decir que, en México y salvo honrosas excepciones, el periodismo de blues no existe. Aunque Raúl de la Rosa sí ha hecho veranos, lo cierto es que él no es golondrina sino una isla en el mar de la desinformación.

Y es este largo segundo intermedio el que me da pie para hablar de nuevo de Las Señoritas de Aviñón, lo que haré el domingo, porque ya van a dar las dos de la madrugada... y tengo que levantarme dentro de cuatro horas. Mientras, aquí va una fotografía inédita de Octavio Herrero (1986), mucho años antes de convertirse en el Dandy del Blues.

Nos vemos esta noche en Ruta 61, con Las Señoritas de Aviñón (que celebrará el cumpleaños de Nina Simone tocando My baby just cares for me) y Vieja Estación (que celebrará el cumpleaños de Johnny Winter tocando One step at a time).

Nota bene (a posteriori). Ambos grupos nos regalaron una noche espléndida, llena de música... y de pasión por la música. Y eso que Ezequiel Espósito se encontraba delicado de salud, adolororido, con injustos malestares físicos (desde aquí le deseamos una pronta recuperación).

Para cerrar la primera parte y permitir que Ezequiel se retirara a sus aposentos, Santiago Espósito invitó a Jaime Holcombe a cantar las dos penúltimas canciones, cosa que hizo la señorita con esa voz bien puesta y llena de carácter a la que nos tiene acostumbrados. Y al final, al notar la presencia de Nicolás Salado Castro, la banda decidió dedicar a este viejo amigo Mi música y mi fe, canción emblemática en cuyo coro Jaime bordó una segunda voz discreta, respetuosa, casi como no queriendo.

En cuanto a Las Señoritas de Aviñón, éstas subieron también a sus propias cimas, con un bien encanchado Xavier Gaona, un refinadísimo Javier García, un Stanislaw Raczynski que flota con suavidad sobre la banda, un Jaime Holcombe seguro de su capacidad de encantamiento... y un Octavio Herrero que ha convertido su guitarra en vitrina polisémica de citas, homenajes, descubrimientos, reencuentros e invenciones.

En medio, al notar la presencia de Lari Ruiz, la banda decidió invitarlo al escenario e interpretar con él Magdalena, blues de Octavio Herrero que se ha convertido en laboratorio químico para mezcla de sustancias y creación de nuevos colores.

La banda no interpretó My baby just cares for me para celebrar el cumpleaños de Nina Simone (1933-2003), sino que eligió otra pieza, acaso mucho más cercana al blues y al alma atormentada de Nina: I put a spell on you, de Screamin´ Jay Hawkins (de hecho, la biografía autorizada de Nina, publicada en 1992, lleva el mismo título de esta canción sangrante que todos, alguna vez, hemos querido cantar de rodillas).

lunes, febrero 19, 2007

Intermedio

Aquel pájaro que quiere aprender
los secretos del vuelo en la nube,
termina por llover.

Bacilio Macedonio Ruiz

Éstos son mis principios.
Si no le gustan, tengo otros.
Groucho Marx

Pero...
¿qué tiene de malo la inutilidad?

Paul Auster

La credencial del Club de la Estufa Divina es signo de elegancia y distinción, y garantiza a sus portadores una imagen de refinamiento y buen gusto.

Pero su verdadero valor está en que no sirve para nada.

30 orgullosos lectores de El Blues de la Estufa Divina recibirán su credencial el viernes 23 de febrero, durante el concierto de Las Señoritas de Aviñón y Vieja Estación.

Leamos, por ejemplo, lo que recién ha escrito nuestro queridísimo doctor Miranda (dueño de la credencial 009): Antes de leer lo referente a la entrega de las credenciales, estaba planeando ir a Ruta 61, el sábado 3 de marzo, con un contingente de ALUMNAS y uno que otro alumno (ni modo, estos últimos se colaron), para festejar que terminamos el curso y para mostrarles que hay otras cosas fuera de las aulas y de lo que oyen habitualmente en el radio. Entonces, mi querido Agus, no puedo ir el viernes para recoger mi credencial de socio. Espero me la guardes, porque yo también quiero el poder y la gloria por siempre. Recibe un abrazo.

Si embargo y a pesar de que esta credencial es absolutamente inútil (y que, por eso mismo, con ella se obtiene el poder y la gloria), adviértase que en Ruta 61 siempre puede suceder algo a favor de los socios de El Club de la Estufa Divina, porque Lalo Serrano, dueño del Hoochie Coochie Bar, nos quiere bien. Por ejemplo...

EN SU PRÓXIMA VISITA A RUTA 61, MUESTRE SU CREDENCIAL DEL CLUB DE LA ESTUFA DIVINA Y RECIBA UNA CERVEZA GRATIS.
Promoción válida durante el mes de marzo.

El costo de producción de cada credencial fue de 35 pesos. Su diseñadora, Jazmín Tenorio Llamas (intgak@gmail.com), no cobró por su trabajo. Octavio Herrero, autor del dibujo original (1974) del que pende nuestro logotipo, cedió sus derechos.

A ambos, nuestro más profundo agradecimiento.

Muestre su credencial en los establecimientos de lujo, en los restaurantes de postín y en el templo de su fe, y compruebe todos los días que nadie la reconoce, y que con ella no obtiene usted descuentos especiales, regalos ni indulgencias.

Si usted aún no cuenta con su credencial, envíe un mensaje a bastaturostro@gmail.com y solicítela.

Costo de la inscripción: $70.00 (como las 30 primeras credenciales fueron gratuitas, alguien tiene que pagar por ellas).

jueves, febrero 15, 2007

Las cinco épocas de Las Señoritas de Aviñón III

Si de Roma nos llegan tonterías vergonzosas y del Tibet asombrosas perogrulladas, si los océanos de sabiduría y los máximos constructores de puentes metafísicos se dan el lujo de mostrar al mundo su torpeza intelectual, creo que yo no debo sentirme tan mal cuando llego a conclusiones equivocadas.

Digo lo anterior porque, al releer las dos entregas anteriores, algo en ellas me incomoda, algo me deja insatisfecho. Dudo, entonces y por método, de cada una de mis afirmaciones acerca de Las Señoritas de Aviñón y acerca de la misma música.

¿Qué babosada es esa de Ir Más Allá?

Con esa forma de pensar, acabaré escribiendo un tratado sobre La Música como Camino hacia la Perfección Cósmica y el Encuentro con el Ser Genital.

¿Ir Más Allá? ¿Qué diantres es eso? ¿Acaso estoy diciendo que la complejidad del jazz es superior a la sencillez del blues? No, al menos no es eso lo que quise decir.

De cualquier manera, es un hecho que los discursos musicales se enriquecen conforme el lenguaje se multiplica. Y el diccionario de Las Señoritas de Aviñón es cada vez más voluminoso.

El blues dice algo, el jazz piensa algo y el rocanrol brama algo. En los tres casos, no repruebo ni ensalzo, sólo describo lo que percibo. Entonces, siento que Las Señoritas de Aviñón están entre el decir la música y el pensar la música. Por eso, han explorado en los terrenos del jazz (Miles Davis y Thelonius Monk) caminos alternos de satisfacerse como banda y de mostrar al público que su música parte del blues y se abre hacia otros horizontes.

Tercera Época

Cuando Claudia Ostos entró a Las Señoritas de Aviñón y se quedó como voz principal, el grupo pareció dividir su repertorio entre el blues apasionado, visceral, melodramático (Robert Johnson) y la música desenfadada, alegre, festiva (Louis Jordan). En medio, como puente por el que transitaban, Claudia hacia un lado y el resto de la banda hacia el otro, aparecía el blues de Chicago, que a fin de cuentas es el que más peso tiene en la memoria de los amantes del blues en México (gloria e infortunio del blues en México). Exactamente en el punto medio de ese puente de personalidades, Las Señoritas se encontraban verdaderamente juntas al interpretar Wang Dang Doodle, no a la manera de Koko Taylor sino con un estilo que aún no sé definir, conforme a los registros vocales de Claudia, que imprimió a la banda un sello característico durante el período de su estancia.

Continuará.

martes, febrero 13, 2007

Las cinco épocas de Las Señoritas de Aviñón II

El 30 de marzo de 2001, en un periódico de La Piedad, Michoacán, fue reseñado el primer concierto de Las Señoritas de Aviñón ofrecido en esta histórica ciudad, la Zula de los aztecas, la Aramutaro Tzicuirin de los tarascos, el San Sebastián de Nuño de Guzmán, el Non Plus Ultra de Javier García.

El artículo, firmado por Teresa Soto Martínez, es muestra de una triste realidad: carecemos de un periodismo cultural que esté a la altura de las circunstancias, y vivimos en una pavorosa escasez de medios que difundan con decoro la diversidad de nuestras expresiones artísticas, de nuestras labores científicas y de nuestra vida cotidiana.

Hay, es cierto, honrosas excepciones; pero en general no existe un periodismo responsable, dispuesto a la investigación y al análisis crítico; un periodismo que establezca diálogos serios con los artistas y los científicos; un periodismo que permita a la gente contar con luces de referencia , encendidas con conocimiento de causa, para formarse una opinión propia y para interesarse por lo que sucede aquí y ahora.

No reproduciré todo el texto de Teresa Soto, sólo el último párrafo, botón de muestra de cierto periodismo cultural en México:

El concierto (…) fue único y especial, en el que se apreciaron personas de todas las edades, y la mayoría de ellos de un solo estrato social.

Meses más tarde, en diciembre del mismo año, cuando Las Señoritas regresaron a La Piedad, Teresa y su sintaxis recibieron a la banda con singular entusiasmo:

Las Señoritas de Aviñón, en cada una de sus presentaciones, causan una gran espectación (sic), y es que con el nombre que llevan siempre se espera ver a señoritas.

Regresemos un rato al presente.

El viernes 9 de febrero, una corriente de humedad proveniente del Océano Pacífico generó fuertes vientos y tormentas intermitentes. Sin embargo, ese día todas las mesas de Ruta 61 estuvieron ocupadas desde las diez de la noche y hasta las dos de la madrugada.

Ahí estuve entonces.

Con ganas de concentrar mi atención en la música, decidí guarecerme tras la barra, dentro de la jurisdicción de Lluvia, nuestra linda bartender, para escribir en mi cuaderno de notas un capítulo más de Las cinco épocas de las Señoritas de Aviñón.

Pero, antes de seguir con la historia, describo ahora lo que sucedió el viernes que acaba de pasar, porque en este vago retrato caben algunas reflexiones personales acerca de Las Señoritas

La primera hora y media estuvo a cargo de Larifer.

Blues, soul, jazz, funk, música bien hecha, música acertada, sostenida por el talento y la destreza de los hermanos Ruiz (Fernando y Lari), quienes esta vez estuvieron acompañados de Hernán Hecht (Buenos Aires, 1975), baterista fundador de X-Pression Quartet, extraordinario grupo –mezcla de hard bop, free jazz, jazz tradicional, música aleatoria y música electrónica- que ha tocado una sola vez en Ruta 61, hace ya más de dos años y medio, el jueves 5 de agosto de 2004. Lástima que Hernán Hecht y Lalo Serrano no hayan logrado acuerdos posteriores (siempre me quedé con ganas de más).

La segunda hora y media fue cubierta por otra de las bandas que hacen de Ruta 61 un espacio idóneo para escuchar buena música: Las Señoritas de Aviñón, esta vez con Santiago Espósito en lugar de Octavio Herrero, quien se encontraba ese día en Suiza (así de planetarios son mis amigos).

José Luis, capitán del Hoochie Coochie Bar (Pepe, le decimos), llevó hasta mi guarida un vaso de whisky y unas tostadas de cangrejo, las que preferí comer fuera de la barra y en compañía de Ignacio Espósito, baterista de Vieja Estación al que acabo de adoptar como segundo hijo argentino (el primero es Mauro Bonamico, quien acaba de regresar de Italia –así de planetarios son mis hijos).

¿Qué pasó esa noche con Las Señoritas de Aviñón?

Santiago se sabe casi de memoria a Octavio, por quien siente una admiración especial y una afinidad intensa, así es que la banda sonó natural, sin prótesis de difícil acomodo sino con ese juego de espejos que se alcanza cuando dos guitarristas se respetan mutuamente y se retroalimentan a través de sus respectivos lenguajes.

El guitarrista argentino supo añadir su estilo personal a las necesidades de la orquesta, y lo hizo de manera sutil, discreta, sin alterar nunca la estética del grupo.

Ante la ausencia de Octavio, Jaime Holcombe asumió la dirección de la noche. No sólo diseñó el repertorio, sino que condujo al resto de las Señoritas en cada una de las canciones.

Y yo, muy atento.

Anoté en mi cuaderno:

Las Señoritas arrancan con T-Bone Shuffle, de T-Bone Walker. El público agradece con aplausos la alegría de esta pieza. Javier García (batería y coros en love to sing, love to sing, love to siiing, have a ball, have a ball, have a baaaall) y Xavier Gaona (el nuevo bajista) cumplen con su trabajo rítmico y, así, permiten que los respectivos solos de Stanislaw Raczynski y Santiago Espósito fluyan sin adversidades. Jaime Holcombe, por su parte y protegido por su guitarra, canta como sólo él sabe hacerlo; al mismo tiempo, dirige con los ojos bien abiertos el comportamiento de la banda.

Me cuenta Jaime que a veces le gusta modificar el coro y cantar love to swing, love to swing, love to swiiing.

Vino después Hoochie Coochie Man, donde Tomy frotó las cuerdas con su tubo de cristal (bottleneck), y el slide sacó brillo al blues (pienso en la técnica del slide como una manera de hacer comentarios a pie de página, una voz trágica a la vera de la voz principal).

Las Señoritas de Aviñón no es un grupo espectacular, es decir, no desenvuelve en el escenario rutinas corporales ni crea personajes. Las canciones que interpreta no son abordadas como piezas teatrales, y la comunicación verbal con su público es apenas la necesaria, amable pero mínima, medida. La figura central, casi única, es la música, que se desarrolla como ente puro y abstracto mediante códigos del arte temporal (que sucede en el tiempo, no en el espacio).

Para aclarar el párrafo anterior, se me ocurre un adjetivo: música ensimismada, música que se mira a sí misma, música que construye su propia dimensión.

Música, para acabar pronto.

Y esto es raro, porque el blues no es un género que invite a la circunspección ni a la atención muda, como si lo hizo el jazz desde los años cuarenta y cincuenta, con Charlie Parker, Dizzy Gillespie y Miles Davis, entre otros, no por petulancia sino por genuino deseo de ir cada vez más allá en la forma de expresión.

Ir Más Allá significa para un artista arriesgarse a quedarse solo, con muy escaso público. Porque a la gente no le gusta la oscuridad y la incertidumbre, prefiere los parajes conocidos, las formas reconocibles.

Tal vez por eso, Las Señoritas de Aviñón caminan hacia Más Allá con tiento, quitándose los zapatos para no hacer ruido, deteniéndose cuando alguien percibe su movimiento. Creo, incluso, que algunos miembros de la banda tampoco se han dado cuenta de la transformación en cámara lenta.
Si pensamos en nombres legendarios, descubriremos que el blues es música y danza, sonido y movimiento, ritmo y drama. Lo único que mina la expresividad extra musical de las vacas sagradas del blues es la edad o la salud, porque hemos de reconocer que la boca de Buddy Guy, los ojos de B.B. King y las piernas de Albert King juegan un papel importante en la credibilidad que logran sus respectivas maneras de hacer música. Ellos y otros, vivos y muertos (Willie Dixon, Howlin’ Wolf, Muddy Waters), son en el escenario gesticuladores continuos, bailarines inquietos, conversadores permanentes, ministros del culto a sí mismos.

Admitámoslo, parte del encanto del blues no es estrictamente musical sino estrictamente erótico. Y el erotismo es cuerpo, carne, grito, saliva, gemido.

¿Cómo, entonces, entender la sobriedad de Las Señoritas de Aviñon?

Tengo dos respuestas, no sé qué tan atinadas.

a) Desde su fundación, Las Señoritas de Aviñón han querido transitar del blues hacia el jazz, sin abandonar el primero y sin asaltar definitivamente el segundo, y en ese ejercicio de acrobacia conceptual sale sobrando el circo entero, la maroma permanente, el teatro a mansalva, ese teatro al que nos tienen acostumbrados los músicos de blues.

b) Escuchar a Las Señoritas de Aviñón es como observar a Helen Swedin mientras se baña. Ella sabe que estamos ahí, pero se hace la desentendida. Es parte de su bendita perversión.
Encuentra, lector detallista, cinco diferencias entre las respectivas imágenes de B.B. King y Helen Swedin.

Sin embargo, la música no es algo que interese a todos.


Una parte de los asistentes considera que lo que pasa en el escenario es secundario e intrascendente, y dedica su noche a la conversación, predecible pero muy animada. Risas, abrazos, choque de vasos, mujeres gritonas (mientras más feas, más estentóreas; mientras más urgidas más estrepitosas), hombres de reducidísimo vocabulario que apenas si miran de soslayo a los músicos. A veces, sospecho que daría lo mismo tocar un sentido blues que una polka pegajosa o un alegre cuplé (muy sicalíptico, eso sí). Pero, bueno, estamos en un bar y no en una sala de conciertos, así que todos tienen derecho a elegir entre la música y la urgente necesidad de existir para los otros.

Por eso, porque estamos en un bar, es probable que en más de una ocasión Las Señoritas de Aviñón se hayan salido de su propio esquema (la música ensimismada), en busca de la inmediatez y de la atención que siempre se obtiene en la fábrica de ilusiones.

Vuelvo a mis notas (por favor, pío lector, no te distraigas, sigue leyendo mis profundas reflexiones y mis interesantes semblanzas) .

Para condescender con el público masculino, que busca emociones más fuertes, Las Señoritas llaman a Claudia de la Concha para interpretar The Spider and The Fly. Entre los versos ocho y catorce, Jaime hace una hermosa segunda voz, que teje notas altas a la gravedad de Claudia, y es así como la canción, por fin -¡por fin!-, cobra vida.

Más a gusto en esa compañía de voz, Claudia logró dar a la segunda estrofa un nuevo fraseo, con ligeras intenciones de anacrusa; y Tomy mostró en el rostro la sonrisa del apóstol que aprueba la manera de interpretar los evangelios rodantes. Al final, sin embargo, alguien perdió el control y la canción de desconchinfló, hizo agua, estuvo a punto de hundirse: hubo que llevarla a la orilla del lago discretamente, sin aspavientos.

La gente aplaudió. ¡Bah, no pasa nada! El único que siempre padece estos desajustes es Jaime Holcombe, cuyo sentido del ridículo raya en la paranoia.

Es lo bueno de Ruta 61: cuando tocan los grupos de casa, hasta los errores en el escenario se vuelven experiencias colectivas, como cuando hacemos el amor y, por andar experimentando, se nos cae encima la cortina del baño, con todo y el tubo.

Después de recuperar el universo con Moondance, una de las más hermosas melodías en la historia de la humanidad, llegó la segunda invitada de la noche, Male Rouge, quien fue recibida con el cariño de siempre.

Male inició con Rock me, baby, del octogenario Blues Boy King, y se siguió con muchas otras canciones, porque el público no la dejaba bajar del escenario. Después, cuando la menuda argentina pudo al fin despedirse, Las Señoritas aún tocaron un rato más, con un público prendido, satisfecho y agradecido. No puedo asegurar qué es lo que escuché (porque dejé de anotar en mi cuaderno y porque la plática con Ignacio Espósito se había puesto tan interesante como La Crucifixión Rosada de Henry Miller), pero creo recordar a George Gershwin, Albert King, Stevie Ray Vaughan, J.B. Lenoir… y Octavio Herrero.

Sí. Porque, a punto de cerrar la noche, la banda se soltó con una exquisita versión de Magdalena, en la que Jaime jugó con la letra, la alteró y la actualizó para el público presente. Santiago Espósito, Javier García, Xavier Gaona y el mismo Stan Raczynski sonreían divertidos al descubrir a un Holcombe sin grilletes.

Al final, ya sólo quedábamos los necios de siempre.

A sabiendas de mi debilidad por la cursilería, Jaime decidió dedicarme Sea of love, de Phil Philips. Y ahí nos tienen a todos, cantando a coro, do you remember when we met, that’s the day I knew you were my pet, I want to tell you how much I love. ¡Recórcholis! Y yo, criticando Ven, devórame otra vez.

Mejor, volvamos al pasado. Hablemos de la tercera etapa de Las Señoritas de Aviñón, cuyo principio marcaremos con la llegada de Claudia Ostos, Eduardo Serrano y Rafael Martínez, y cuyo final señalaremos con la salida de Eduardo Escalante e Iván Lombardo. Mientras, contemplemos esta tierna imagen de músicos de blues disfrazados de gente de bien.

miércoles, febrero 07, 2007

La cinco épocas de Las Señoritas de Aviñón I

IntroducciónPudibundus a orillas del Rubicón

No sé a qué se deba, pero algunos vivimos los días con la conciencia del valor histórico que hay en todo presente. Nos levantamos temprano, no tanto para establecer un régimen de salud orgánica ni para instituir en nuestra agenda edificantes disciplinas laborales, sino por la angustiante sensación de estar perdiendo el tiempo de manera irremediable.

Algunos, incluso, nos acostamos tarde por el mismo motivo: vivimos con el temor de no ser testigos de un hecho histórico. Siempre somos los últimos en salir de las fiestas, porque aún esperamos ver si, ya en confianza, la prima Natalia, virgen a medias y borracha entera, se levanta la falda y nos muestra sus piernas gloriosas.

Imaginemos a un legionario de Julio César que se haya quedado profundamente dormido precisamente la noche del 10 de enero del año 49 antes de Cristo (calendario romano).

Cuando despierta, se encuentra solo, con Pudibundus, su caballo, como única compañía, babeándole el rostro mientras se despereza:

-¿Y‘ora, güey, qué fue de todos?

Contenido, bufa Pudibundus y explica la situación:

-Pues te quedaste dormido a priori, mentecato, y ya Julio César cruzó el Rubicón, y nosotros aquí, como lindas señoritas que no se quieren despeinar. ¡Y yo, que quise ir tras de Genitor, mi héroe!

-¿Y alcanzamos a Pompeyo?

-¿Alcanzamos, Quimosabi? Los despiertos van tras él. Tú y yo seguimos aquí, como lindas señoritas que no se quieren despeinar. De cualquier manera, parece que Pompeyo ya agarró camino hacia Brindisium. ¡Y todos estos hechos históricos… perdidos por culpa de tu pesado sueño!

-¡Mea culpa, lo sé, mea culpa et magna! ¿Y qué dijo don Julio?

-Pues que alea iacta est, que a lo hecho pecho, amo indolente.

-Digo lo mismo, carajo, digo lo mismo. ¡Vamos, Silver!

-¿No es mi nombre Pudibundus?

-No. Ahora te llamas Silver. Apolo, vestido de blanco y con antifaz, me dijo en sueños que así te llamara. A ver si estamos a tiempo de que nos toque algo, en la distribución del botín…

-¡Qué vamos a estar a tiempo de nada, insensato! Parecemos lindas señoritas que no se quieren despeinar. Vigileantibus non dormientibus iura subveniunt, la ley es para los despiertos, no para los que duermen. Pero vamos, pues. Pero antes de subirte a mí, amo, ve a hacer del baño. Mira, allá, al fondo a la derecha hay un árbol que ni mandado a hacer.

-No, no, ya vámonos.

-Que hagas tus necesidades es conditio sine qua non para que yo me arranque contigo sobre mí, que ya te conozco: a mitad del Rubicón te meas, cabrón.

-Bueno, ya basta de plática extra muros. Hago pipí y nos vamos…

-Ipso facto. Oye…

-Mande usted.

-¿Y si mejor me llamo Yoyito?

-¡No! Silver te soñé, Silver has de ser.


(Entre paréntesis, he de advertir que el diálogo anterior echa por tierra la creencia de que caballo con voz no hay dos, no hay dos. De hecho, recuerdo tres: Mr. Ed, Pudibundus y uno cuyo nombre he olvidado: aparece en Las Flores Azules, la bellísima novela de Raymond Queneau)

Primera época

Segunda época

Ajonjolíes de todos los moles, quienes otorgamos gran importancia al principio de causalidad, miramos el mundo como se mira al Gato de Schrödinger, que permanece vivo y muerto a la vez mientras nosotros no abramos la caja que lo encierra y comprobemos su estado.

Vivimos con el ansia de saber qué sucede, y con la predisposición a mirar el mundo como crononautas.

Parece que no estamos dentro de los hechos, sino a un lado, observándolos y registrando en nuestra memoria aquello que pueda volverse tesoro en el futuro. Miramos y escuchamos a los amigos y a la familia en dos niveles, ambos igualmente necesarios. A veces, incluso, paradoja de paradojas, perdemos el gozo puro del instante por estar inmersos en el gozo histórico del instante.

Así es mi amigo Javier García, baterista de Las Señoritas de Aviñón, un hombre que mira dos veces todo aquello que sucede frente a sí y que almacena acontecimientos, los clasifica, los etiqueta y los trae todos en las bolsas secretas de su gabardina imaginaria, la del Teseo de los recuerdos que encuentra en cualquier comentario el hilo que lo conduce al exterior del laberinto, ahí donde está la despejada Creta de los hechos pasados. Por eso no toma ni fuma, no por hipocresía puritana sino por profesionalismo periodístico: necesita contar con sus cinco sentidos, para que no se le escape el presente. Por eso mismo es muy peligroso hacer referencias cerca de él, porque es muy probable que en Michoacán haya sucedido algo semejante y de mayor importancia. Acompañarlo a misa ha de servir para enterarnos de que en La Piedad (su terruño) seguramente crucificaron a un vecino del primo de su mejor amigo, que a propósito, se agarró a golpes con el guardaespaldas de Jim Morrison, o algo así.

Gracias a Javier sabemos que fue entre mayo y octubre de 1999 que Octavio Herrero, Jaime Holcombe, Jorge Escalante, Javier García, Eduardo Escalante e Iván Lombardo decidieron reunirse y formar un ensamble de blues, al que llamaron así, Las Señoritas de Aviñón, nombre que se ha conservado a lo largo de casi una década.

La permanencia del nombre
define la persistencia del concepto.


Al constituirse como grupo, cada uno de sus integrantes traía su propia biografía y una muy particular manera de entender y vivir la música. La empresa consistió, entonces, en hallar fórmulas que permitieran ajustar, conectar, articular (ensembler, en francés) cinco experiencias distintas, cinco vasos comunicantes con un propósito común y un esfuerzo colectivo, el de interpretar blues bajo criterios de orden estético.

Aventuro algunos:

a) La relación afectiva con el género en grados de pasión
b) La exploración constante de sus formas y de sus contenidos
c) La conciencia de su historicidad
d) El redescubrimiento de los clásicos

¿Parecen obvios dichos parámetros? No lo son.

En México, la mayoría de quienes se presentan como intérpretes del género parten de terquedades chovinistas y delirios de grandeza, así como de un reiterativo y fastidioso anhelo de movimiento local, endemias que generan deformidades espantosas, cosas sin memoria, piezas incomprensibles sin posibilidades de ocupar un espacio en la historia del blues.

La clave virtuosa de Las Señoritas de Aviñón está en la palabra interpretación.

Interpretar no significa copiar, no significa reproducir, sino representar, con el término asumido desde la perspectiva dramática, litúrgica: volver a presentar, devolver al presente la realidad del mito.

Porque el blues nació de hechos históricos y en una geografía específica, con personajes de carne y hueso, es cierto; sin embargo y muy pronto –en menos de medio siglo- se transformó en un suceso estético que retrata hoy la condición humana y adopta, por eso mismo, la naturaleza del mito.

El mito es un instante atemporal que vive aletargado o nada en estado larvario en esa zona del individuo donde se almacena la materia prima de todos nuestros sueños, de todos nuestros ensueños y de todas nuestras ensoñaciones.

El blues (me refiero al estado del alma) es un mito, y por eso se ha vuelto una referencia universal: personas de todo el mundo encuentran en la música que lo re-presenta una posibilidad de autobiografía.

Pero representar requiere, como en el teatro, de un esfuerzo mayúsculo. Y Octavio Herrero, a quien conozco desde hace 34 años, bien que lo sabe, porque en los setenta fue lector atento de Konstantin Stanislavsky: vivir la música más allá del gusto y de las capacidades como ejecutante de un instrumento; vivir la música como una verdad, como un acto epifánico que reconstruye el mito y lo vuelve presente.

En el teatro, el instrumento es el cuerpo. En la música, también, porque el instrumento musical propiamente dicho es apenas una extensión del cuerpo, extensión bendita, es cierto, pero extensión al fin y al cabo.

Quien no conoce su cuerpo, difícilmente podrá tocar un instrumento; aunque no basta con conocer el propio cuerpo: se requiere paciencia, disciplina y necesidad real de expresarse a través de la música, para descubrir hasta el tuétano mismo el momento del acto creativo.

El intérprete de blues es –o debe ser- un artista, un re-creador.

Stanislavsky lo diría con palabras que hoy incomodan a muchos, en este mundo donde la utilidad y la ganancia definen las relaciones humanas. Stanislavsky, digo, hablaría de honestidad, honestidad del músico consigo mismo y con su arte; hablaría de un músico que trabaja sobre la verdad.

Para ello, es necesario más que el talento, el método.

Y, desde sus orígenes hasta el día de hoy, Las Señoritas de Aviñón tocan el blues con método, con pasión y con verdad.

A fe de Javier, la primera tocada de Las Señoritas de Aviñón se llevó a cabo el viernes 17 de diciembre de 1999, en el Hatch’s (junto al Cine Bella Época, en la Condesa), lugar que ya no existe, como tampoco el cine: éste cedió su espacio al Centro Cultural Bella Época, dentro del que se encuentra la enorme Librería Rosario Castellanos, el Cine Lido (en memoria de los años cuarenta) y otras áreas igualmente atractivas.

En esa primera tocada estuvo presente, entre otras personas que abarrotaron el pequeño espacio, el poeta David Huerta, hijo del gigante Efraín Huerta (uno de cuyos poemas, La Rubita del Metro, milonga triste, fue musicalizado en los ochenta por Octavio Herrero). Esa noche, yo tomé dos cervezas tibias, al tiempo que escuchaba la música, sin imaginar que Las Señoritas de Aviñón se convertirían, con el paso del tiempo, en una de las bandas de blues más importantes de la ciudad.
Continuará.

viernes, febrero 02, 2007

¡Bienvenido!


Después de dos meses de ausencia, aprovechados para viajar a Italia y pasar las fiestas en casa de sus padres, vuelve a la Ciudad de México Mauro Bonamico, bajista de Vieja Estación y amigo entrañable de Ruta 61.

Esta noche tendremos la oportunidad de saludar y escuchar a nuestro querido Mauro, a la vez que gozaremos otra vez de la guitarra de Santiago Espósito (quien tomó la posición del Buen Amigo durante la lejanía de éste), que ya nos hace falta. Esto dicho sin desdoro para el excelente y solidario trabajo realizado por Lalo Chico, quien durante el pasado diciembre y este mes de enero tomó la posición de Santiago.

En la fotografía superior, vemos a Mauro Bonamico en la guitarra líder, cierta noche de diciembre, antes de partir a Roma. Esa vez y durante un rato, Mauro cedió su bajo a Lonnie Harrison, joven bajista de Chicago que estaba de visita en el la Ciudad de México y que fue invitado al Hoochie Coochie Bar por Gilles Aniorte.
La credencial del Club de la Estufa Divina es signo de elegancia y distinción,
y garantiza a sus portadores una imagen de refinamiento y buen gusto.
28 orgullosos lectores
están a punto de recibirla en propia mano.


¿Y usted, dama sensible, galano caballero, cuándo piensa solicitar su credencial?
Escriba hoy mismo a bastaturostro@gmail.com,
y entre al círculo de la más inútil exclusividad.