sábado, agosto 29, 2015

Los Rompevidrios de Chejov



Nos sentamos y, en la gran calma del campo,
adormecidos bajo la brillante luz de la luna, Zola nos contó…

Guy de Maupassant,
en la introducción a Las veladas de Médan.

Tocante a mí, continuaré viviendo en mi casa de cristal,
desde donde puedo ver siempre a los que vienen a visitarme,
donde todo lo que cuelga de los techos
y de los muros se sostiene como por arte de encantamiento,
donde por la noche descanso en una cama de cristal con sábanas de cristal,
donde el que yo soy se me aparecerá,
tarde o temprano, grabado con un diamante.

André Breton
Nadja

Llevo varios días leyendo y pensando en la recomendación de Chejov utilizada como epígrafe por Octavio Herrero, mi viejo maestro de literatura rusa: No me cuentes que brilla la luna, muéstrame el destello de luz en los vidrios rotos.  Leo tales palabras, inquietantes por enigmáticas, y pienso mucho, mucho, más allá de admitirlas como luminosa consigna naturalista, seguramente plasmada en una carta del mismo Chejov a su amigo Máximo Gorki.

Pienso, digo, mucho.

Pienso tanto que he perdido el sueño en las noches recientes, a eso de las cuatro de la madrugada (cuando la luz no es luz y la sombra no es sombra, describe Max von Sydow en Vargtimmen).  describe Max von Sydowadrugada ( a calle atormentadantre ambos genios se dio entre  Es entonces cuando vuelve a mi mente la recomendación de Chejov utilizada como epígrafe por Octavio Herrero, mi viejo amigo.

¡Es la luna de un espejo a la que se refiere el autor de La dama del perrito!

Despierto a la hora del lobo, con la cita de Chejov en alguna parte de mí, y comienzo a escribir un cuento en mi mente somnolienta.

Tocan a mi puerta, me levanto y camino hasta el rellano. Abro. Igoryok Sóbolev y Borya Ivanov, mis vecinos (su casa está a siete verstas de la mía), entran –huyen de la tormenta de nieve que azota muros, puertas y ventanas. Ahora están a mi lado y los miro de soslayo, mientras ambos se desprenden de sus gabanes húmedos y los abandonan en el respaldo de una silla. Son dos sombras que hablan. Sus voces son hilos delgados de sonido que yo traduzco al español.

Sóbolev me informa que algo está pasando en la recámara donde duermo, aquí, precisamente, desde donde invento el cuento y en donde conservo amorosamente el espejo Chippendale que heredé de mis padres.

Algo está pasando, sosed Orelovich -dice Ivanov, como si fuera el eco de su compañero-, algo está pasando. Vimos salir un resplandor de la ventana de tu dormitorio. 

Yo miro la luna del espejo y descubro la luz blanquecina de la calle atormentada.

La luna brilla. Contemplo conmovido el espectro albino y palpitante dentro del espejo. De pronto, la superficie bruñida refleja la silueta de Antón Chejov

¡No me cuentes que brilla la luna! –dice con paciencia el aparecido-. Muéstrame el destello de luz en los vidrios rotos.

Como si tales palabras fueran contraseña de la fatalidad, Igoryok Sóbolev golpea sobre la luna con un enorme bastón de hueso, y la luna explota en pedazos. Los vidrios rotos caen sobre mi cama, que ahora se vuelve una fuente de luz con añicos de Chejov.

No contaremos, mostraremos –dice Octavio-, mostraremos las cosas tal y como dejaron de hacerlo las bandas de rocanrol, hace mucho tiempo (digo las cosas para no usar la palabra verdad, voz que se presta siempre a malos entendidos). Porque las cosas no se cuentan, sino que se muestran, incluso en casos de comedia (siempre hay comedia en el rocanrol). Cicerón –a fe de Donato Servitano- define la comedia como imitación de la vida, espejo de las costumbres, imagen de la verdad (de las cosas).

Hay, entonces y por tanto, una acción que debe realizarse: tomar los instrumentos como resorteras y romper con la música la luna del espejo que nos refleja, para que las cosas se muestren, para ver ese destello de luz que somos.

Rojo y Negro es una novela que cimbró la primera juventud de Octavio Herrero y de quien esto escribe. En ella, para justificar la exhibición de los devaneos de Matilde de La Mole,  Stendhal advierte (treinta años antes del nacimiento de Chejov) que una novela es un espejo que se pasea sobre un camino; tanto refleja el purísimo azul del cielo como el cieno de los lodazales de la calle.

En Las mil y una pasiones, de ChejovAntonio (el narrador) cuenta que, velada por las nubes, la Luna nos echó una mirada fría, y dice que la Luna es testigo silencioso e indiferente de los dulces momentos del amor y de la venganza. Entonces, para Antonio la venganza es dulce.

Chejov cubre la Luna para que su brillo no afecte la escena. Ante la indiferencia de la Luna velada, Antonio arroja al abismo a Teodoro, al cochero y a los caballos. No hay destellos de luz en la penumbra de la sima. La Luna se esconde tras las nubes y, sin embargo, Chejov nos muestra el destello de luz no en el cuerpo roto de Teodoro sino en el alma rota de Antonio. ¿Qué es ese destello? El odio de Antonio. No vemos la Luna, vemos el odio de un hombre enamorado, diabólicamente enamorado.

Gracias a Octavio, mi viejo maestro de literatura rusa, leí a Dostoievski (Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov). Con Octavio presencié El tío Vania (Chejov), El diario de un loco (Gogol) y dos obras de Gorki (Los bajos fondos y Los veraneantes). También tuve la oportunidad de ver, en la Facultad de Filosofía y Letras, La madre, del mismo Gorki. Y todos ellos nos mostraron las cosas, como ahora nos las muestran Los Nuevos Rompevidrios.

De eso se trata el rocanrol –me dice Octavio, mi viejo amigo-: de romper y mostrar, romper y mostrar, romper y mostrar.

Esta noche, en Ruta 61, veremos la acción de Los Rompevidrios. Ya veremos lo que nos muestran.


viernes, junio 19, 2015

Ruta 61, sólo eso y nada más...


Hace once años, mis caminos eran otros. La música había perdido en mi vida su protagonismo filosófico y había dejado de ser sacerdotisa y alcahueta. De pronto, con el arrebato de una lluvia primaveral, la música volvió a ser simplemente sonido, se desnudó ante mí y se liberó de lo que yo mismo la había forzado a ser (o la había forzado a hacer): una diosa que me revelaba entre melodías, armonías y ritmos el sentido del universo. ¡Pobre música! Ella, que sólo deseaba conmover, fue convertida en sibila por un adolescente hambriento de indicios y significados.

Agotada mi búsqueda de sentido del universo, la música dejó de ser su escritura. El cuervo de los signos desapareció y la música recobró su naturaleza, en la lobreguez de la noche y sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones. La música se liberó de mí, se desnudó ante mí y volvió a ser la jerigonza de los pájaros y el murmullo de los árboles, el gemido del sueño y el borboteo del agua en la lumbre, la algarabía de los niños, el tintinar del hielo en el whisky y la combustión del tabaco… Only this and nothing more.

En 2004, aún goteaba en mi ánimo el dolor por la muerte de mi madre –ocurrida siete años antes-. Hoy ese dolor ya no es una exudación pertinaz, sino que se ha empozado dulcemente en mi alma vallejiana. Y ahí está. Pero entonces el pling pling de la orfandad hacía del atardecer la fragua de mis pensamientos y mis emociones. ¡Qué dulce y tierno eres, crepúsculo!, canta el poeta desde el esplín, y su alabanza enciende mi recuerdo de aquel jueves 27 de mayo de 2004, cuando Ruta 61 abrió sus puertas por primera vez.

Ruta 61 es para mí un momento de amor a la música descarnada y una posibilidad de abrazar y besar a los amigos. Con más de una década, el lugar de Eduardo es ya parte de las noches de nuestra ciudad y parte incluso de la historia del blues en México. La lista de músicos que se han presentado en el bar es evidencia innegable de su aportación a la cultura citadina.

Ruta 61 apostó a un concepto cuyo éxito ha sido comprobado en otras latitudes: dar al blues un recinto propio, una casa particular, una dirección; ofrecer a los amantes de esta música universal el espacio necesario para su deleite; regalar a las nuevas generaciones la posibilidad de un nuevo cultivo. Y dichos propósitos corrieron parejos con una idea absolutamente digna y justa: ser, en todos sentidos, un buen negocio. Lo es, a pesar de la crisis, porque buen negocio no significa necesariamente el enriquecimiento inexplicable sino la instalación y la permanencia de un sueño.

Hace siete años, al final de 2008, Ruta 61 abrió sus puertas y ofreció su foro a otras maneras y a otras expresiones musicales, con la idea de anunciar desde entonces lo que estaría sucediendo a partir de entonces: el foro se convirtió en un espacio plural donde la diversidad de géneros es la pauta a seguir. Se sigue con el blues de Chicago, por supuesto, y con las diversas maneras de abordar la historia de esta música; pero igualmente se da cabida a toda propuesta musical que merezca ser escuchada.

En Ruta 61 cabe toda la música y todos los corazones. Con esta segunda declaración de principios, el lugar rescató uno de sus propósitos originales: contribuir a que las noches de la ciudad sean de veras memorables, y que el recuerdo tenga como raíz la sensación de placer que produce la belleza inagotable de la música.


Hace once años, vagaba yo alrededor de mí mismo, sin el menor deseo de vivir la noche. Fue entonces cuando, a punto de caer la penumbra de aquel jueves de mayo, la sonrisa de Eduardo Serrano Jasso me atrapó con su encanto y su alegría de vivir. Ayudó, por supuesto y mucho, la música de mis amigos y el brotar de nuevos amigos; pero la esencia que explica mi larga permanencia en Ruta 61 ha sido esa lumbre de vida que sale de Eduardo a través de sus ojos, de sus abrazos y de su sonrisa incontenible. Ya no voy tan seguido, pero esta distancia se debe a una serie de motivos personales que nada tienen que ver con la belleza del lugar. Si pienso en vivir la noche, pienso en Ruta 61 y pienso en Eduardo. Y si llego al bar y no está su dueño, su ausencia me duele.