jueves, noviembre 30, 2006

El blues de Chicago en la Ciudad de México III

El beso que viví aquella noche del viernes 1 de septiembre, sabía a nubes y almendras, a fuego lento, a vino, limón y tomillo, a uva, a miel, a dulce de todos los santos, panellets adelantados. Y al evocarlo, llegan con él y en este preciso instante los versos de Manuel M. Flores (1840-1885):

Amar es empapar el pensamiento
en la fragancia del Edén perdido;
amar es… amar es llevar herido
con un dardo celeste el corazón;
es tocar los dinteles de la gloria,
es ver tus ojos, escuchar tu acento,
en el alma sentir el firmamento
y morir a tus pies de adoración.

Luego vino el jueves nueve de noviembre, día en que compartimos comida austrohúngara en un lugar apacible y solitario, Los Caprichos del Emperador, que parecía abierto sólo para nosotros.

Terminado el sustento y pasado el vino australiano, y después de visitar de prisa Ruta 61 –donde medio escuchamos a Emiliano Juárez y bebimos sendos vasos de whisky Johnny Walker etiqueta negra-, entramos al huerto delicioso del que habla Prieto de Aretino y del que se canta en los priapeos romanos, y musité entonces aquellos dos versos sencillos de José Martí (1873-1895) que dicen Alas vi nacer en los hombros de las mujeres hermosas, y aun me dio tiempo de recordar un cuarteto posterior:



Yo he visto en la noche oscura

llover sobre mi cabeza
los rayos de lumbre pura
de la divina belleza.

Nada más puedo decir en este locutorio casto, porque quedé perdidamente enamorado de una hija de Afrodita, una dona d’aigua, una aloja inevitable.

Así que mudo a la mudez.

Bajita la voz, me explico: El amor, ay, es pudoroso, así que no diré lo que no me es dado decir, sólo dejo una sonrisa y el encanto de la vida como sugerencias de mi felicidad furtiva… y efímera (ya vivo esa razón de la sinrazón que a mi razón se hace y que de tal manera mi razón enflaquece, como aprendió a recitar el hidalgo ingenioso por gracia de Feliciano de Silva).

Los días pasaron y llegó el jueves 16 de noviembre, fecha de mi infortunio teatral.

Vieja Estación, la banda argentina que toca el mejor rocanrol de esta ciudad, presentaba esa noche un espectáculo concentrado exclusivamente en su propia música, y a mí se me ocurrió aceptar su cariñosa invitación para leer una serie de papeles a manera de introito.

No lo hubiera hecho.
La palabra –sea escrita o sea hablada- no es moneda corriente en estos tiempos y menos en este ranchito. Las palabras son los ornitorrincos del nuevo lenguaje, ese que se ejerce en la calle, en los camiones, en la televisión, en los bares, en los anuncios publicitarios, en los teléfonos celulares, entre los políticos, en la mensajería instantánea y en el correo electrónico. Las palabras no existen en esta sucia granja. La gente de este pueblito no necesita de las palabras, ahora lo sé.

Lo que queda es una serie de letras, letras que se juntan y que, al pronunciarse, parecen decir algo, letras amontonadas que llenan todos los espacios y con las que hombres y mujeres se transmiten las tres o cuatro ideas que habitan en su mente.

No hubiera subido al escenario. No tuvo sentido. Esto del respetable público no es lo mío. Yo no sé cómo soporté hacerlo durante tantos años. En aquella época, ganas no me faltaron de ser honesto:

-Buenas noches. Vamos a interpretar una canción que no compusimos para ustedes, que no habla de ustedes, que no tiene nada que ver con ustedes y que, a fin de cuentas, esperamos que no les atraiga, porque si llega a gustarles, aunque sea un poco, demostrará así –en el aplauso- su escaso valor. ¡Qué fastidio!

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