miércoles, diciembre 06, 2006

El blues de Chicago en la Ciudad de México IV

El 23 de noviembre de 2006 cayó en jueves, con cielo despejado y aire frío, es decir, con el clima perfecto para salir de la chamba a las seis de la tarde y caminar por el Paseo de la Reforma, desde la Fuente de Petróleos y hasta el Auditorio Nacional.

A esa hora, al cruzar el puente del Periférico, tengo siempre la fortuna de escuchar una algarabía de pájaros, cientos de pájaros, pájaros felices y oportunos que asaltan la arboleda y vencen con su alboroto encantador la majadería crónica de los automovilistas.

Antes, a mediodía, había recibido las llamadas telefónicas de Lalo Serrano y Raúl de la Rosa, quienes me recordaron que mi nombre aparecería en la lista de invitados del X Festival de Blues. ¡Ah, bueno, así hasta con más ganas voy!

Todo lo que sea gratis es bien recibido, excepto las fiestas de fin de año de la oficina (de cualquier oficina: toda oficina es un infierno). En esas fiestas siempre he padecido no sólo aburrimiento sino el mayor de los pavores, porque se vuelven convención de feas y porque se ve uno obligado a bailar El Venao, el venao, y que no me digan en la esquina el venao, el venao, que eso a mí me mortifica, el venao, el venao. Y luego, cumplido el compromiso y con ganas de huir del país, lo jalan a uno a la pista, para sufrir, entre dos esperpentos de barriga desbordada, con No rompas más mi pobre corazón, estás pegando justo, entiéndelo…

Digo, ¿por qué? ¿Cuándo perdimos el gusto por bailar y cantar La Sandunga?

Tomé la línea 7 del Metro, hacia El Rosario, y me bajé en Tacuba para transbordar a la línea 2, con dirección a Taxqueña. Al llegar a la estación Bellas Artes, salí del Metro y caminé hacia San Juan de Letrán…

¡San Juan de Letrán! Hace casi treinta años que perdió su nombre, pero lo recobra a cada rato. San Juan de Letrán, nombre montado sobre la nostalgia de quienes alguna vez viajamos en tranvía y comimos tortas de nata.

Me detuve en la avenida y esperé que dos agentes de tránsito lograran detener la majadería crónica de los automovilistas. Mientras, al observar la acera de enfrente, pensé que las cosas no han cambiado mucho desde que José Emilio Pacheco describió San Juan de Letrán: huele a tacos de canasta y de carnitas, a tortas compuestas, tepache, jugo de caña, aguas frescas, lámparas de kerosen, perfume barato, líquido para encendedores, dulces garapiñados, papel de periódico y revista, de libritos de versos de Antonio Plaza y novelita pornográfica. Es imposible caminar rápido, porque la acera se encuentra atestada por los que no tienen trabajo o acaban de llegar del campo y toman fotos instantáneas, pregonan billetes de lotería, venden toques eléctricos (…), huevos duros, charales, chupamirtos para la suerte en el amor, barajas españolas, fotos de estrellas cinematográficas, puñales con inscripciones retadoras (…), imágenes del Sagrado Corazón y de la Virgen de Guadalupe.

Por fin, crucé San Juan de Letrán, caminé entre los puestos de chucherías chinas y doblé en República de Cuba, porque tanto Lalo como Raúl me habían advertido que entrara por la puerta de atrás del Teatro de la Ciudad. Bueno, veamos. Cuba 49, Cuba 49… aquí.

Toqué. El portón de metal, a punto de caerse, apenas si se abrió… ¡y, como la Amilamia de Muñeca Reina, apareció Jaime López!

-¿Qué pasó, Agustín?
-Pues nada, que…
-Oye, acompáñame a buscar una vinacha…
-¿Una qué?
-Una vinacha, pues, una vinatería. Es que en los camerinos sólo hay fruta, sánguiches y refrescos.
-Vamos…

La calle de Cuba y sus aledañas no son mis rumbos, y menos de noche. A cada paso, sentía que El Jaibo nos pisaba los talones; en cada esquina, temía tropezarme con Rufino perseguido por el Ochoa. ¡Ay, nanita, pus qué hago aquí, carnal, no mames, güey! ¡Vamos, piensa en algo bonito! No te preocupes, te acompaña Jaime López.

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