lunes, agosto 20, 2007

Phil-o-sofía de la música como fenómeno sexy (primera parte)

Jueves 17 de agosto. Su rostro mofletudo y su pelo ensortijado de tinte azabache, dan a Phil Guy un aspecto gracioso, casi caricaturesco, a la vez que rejuvenecen a este hombre de sesenta y siete años de edad nacido en Lettsworth, Lousiana.

Parece un niño grandote que acaba de lanzar ajolotes de Pátzcuaro al baño de las niñas. Sin embargo, se trata de un hombre afable, sereno, poco expresivo fuera de escena. Podemos incluso quedarnos con una idea equivocada de su humor, si olvidamos que no habla una gota de español.

Nos dejan solos, en la parte superior del bar, cerca de la cava. Mientras, en la pantalla se proyecta un viejo concierto de Big Mama Thornton (1926-1984), deliciosa, juguetona, también infantil (percibo en muchos músicos de blues un espíritu de dulce puericia, como si todo en la vida fuera un juego). Nos dejan solos, digo, y no me queda más que brindar con Phil: choco mi vaso de whisky con su vaso de jugo de frutas, en el momento en que Ignacio Espósito revisa el sonido de sus tambores. La batería esconde el tilín de nuestros vidrios, y Phil resume el instante con un aforismo:

-Drummer is always the noise man
, me dice casi en secreto.

Pero su sentencia no es queja, sino que con ella intenta disculpar a su baterista. Un árbol es un árbol, y su comportamiento no es discutible. Hay en el universo naturalezas fijas, y endemias irreparables en toda banda de blues. Al ajustar su parafernalia, el baterista es una enfermedad intolerable; luego, como por arte de magia, ese mismo barbaján se convierte en el corazón de la música, y es hasta entonces cuando perdonamos su manía por el redoble prematuro y agradecemos con creces el control que asume de ese flujo de movimiento puro que es la música orquestada, portento y confabulación de sonidos artificiales.

Además, ahora que ya se ha soltado Vieja Estación con un buen rocanrol para introducir el concierto, Phil pela los ojos y hace un gesto de aprobación: A great band! –dice como para sí mismo-, a great band!

Terminan las tres piezas preliminares, y Santiago Espósito anuncia la presencia de Guy en el lugar. ¡Sí, ahí baja, por las legendarias escaleras de Ruta 61!

Con una mezcla de parsimonia y sorpresa, el guitarrista sube al escenario entre los aplausos de la gente, que se pone de pie y da la bienvenida muy a la mexicana: divinización inmediata, veneración desbordada, amor del bueno, sin condiciones (no te conozco, pero ya eres mi héroe, mi cuate, mi carnal), manifestaciones propias de un pueblo diestro en fingir sentimientos y en desplegar una hospitalidad casi enfermiza. ¿Por qué? ¡Pocos saben quién es, pocos lo han escuchado, sólo unos cuantos lo ubican, apenas algunos saben de su hermano George! ¡Pero los chilangos somos pródigos en zalamerías! Nada nos preocupa más que el bienestar del Otro.

¿Por qué nos desvivimos por el fuereño? ¿Acaso es por la nobleza de nuestros corazones, por una bonhomía natural, por sabiduría y munificencia? ¡No, qué va a ser eso! Nuestra hospitalidad nace de un pensamiento perverso: un ser contento se vuelve manso, deja de ser peligroso, se adormece, se vuelve Polifemo borracho; se queda a nuestro lado, adormecido, y entonces es fácil sacar provecho de su feliz letargo. ¿Y nosotros, quienes somos? Nadie, señor, somos Nadie, sombras que algo pueden conseguir asombrados, ensombrecidos y entre sombras, a fin de cuentas.

¿Y qué provecho podemos sacarle a Phil Guy que no sea su música? ¡Ninguno! Ninguno es otro de nuestros nombres, y nuestro aplauso no es el reconocimiento entusiasta del melómano sino un simple acto reflejo: estamos ante el tlatoani de la noche, él es ahora el que habla, hagámoslo sentir que lo escuchamos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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