domingo, abril 02, 2006

Escapan varios reclusos...

Sigue la muerte haciendo de las suyas, y no hay quien le gane la partida de ajedrez (todos somos Antonius Block). Había mencionado, en otras entregas, las mudanzas definitivas de Ludwik Margules y Alí Farka Touré. Luego, apenas en febrero, se fue Juan Soriano (Guadalajara, Jalisco, 1920). Ahora, se escapan dos artistas fundamentales del siglo XX: Stanislaw Lem (Lwów, entonces de Polonia, 1921) y Salvador Elizondo (México, 1932).

Habrá sido entre 1972 y 1974 que vi, veinte veces o más, Solaris, de Andrei Tarkovsky (con el excelente Donatas Banionis y la bellísima Natalia Bondarchuck, de quien me enamoré inmediatamente).

Solaris es una película de ciencia ficción basada en la novela que Stanislaw Lem publicó en 1961. ¡Cuidado! La pieza de Tarkovsky no debe confundirse con el desafortunado intento de Steven Soderbergh (1992), y aunque muchos consideran que la versión del director ruso es de lo menos valioso que hizo en su vida, yo insisto que se trata de una obra maestra, a la altura de La Infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962).

Vi la película en un pequeño cine que estaba a cierta altura del Periférico (pero no logro acordarme de su nombre). Luego, la pasaron al Gabriel Figueroa, que estaba en Avenida Yucatán, a una cuadra de Insurgentes. He aquí la crónica de un día en la vida de un adolescente obsesivo: Entro a la primera función, salgo a respirar un poco de aire fresco, me meto a la segunda función, salgo a respirar… y allá voy, a la tercera función. Sólo hice una borrachera semejante en 1979, con Manhattan, de Woody Allen, y esto porque hubo en ambas películas la urgente necesidad de registrar todas las imágenes, todas las palabras, todos los gestos, todo.

Cuento esto, porque a partir de la película decidí que tenía que leer la novela original. Lo hice, y luego llegué a El congreso de futurología. Ahora, Stanislaw Lem ya no escribirá más, lo que me permitirá agotar su obra sin sentir que es interminable.

La primera foto de esta entrega fue publicada por La Jornada el viernes pasado, y me llama mucho la atención. Es Salvador Elizondo a los cuarenta y dos años, creo que en La Casa del Lago. Y digo que me sorprende, porque es una imagen de 1976. ¡Yo recuerdo que Salvador Elizondo se veía ya, entonces, en persona, mucho más viejo! ¿O fue mi propia lozanía la responsable de tal ilusión óptica? ¿O es que la actitud física del maestro explicaba, ya en aquellos años, el cariñoso mote que Octavio Paz le impuso: niño de mil años?

Durante todo 1977, inscrito ya en la Facultad de Filosofía y Letras, asistí a las clases vespertinas del autor de El Grafógrafo. No era propiamente una clase, sino un taller o un seminario, algo así. La cátedra se centraba en la poesía francesa del siglo XIX: Mallarmé, Verlaine, Rimbaud, Baudelaire, Edgar A. Poe (¡sí, el bostoniano Poe es tan francés, como inglés es T.S. Eliot, nacido éste en Saint Louis, Missouri!). Y todos ellos, leídos a la luz de su admirado Paul Valery, quien, gracias a Elizondo –su traductor en México-, se volvió también mi objetivo intelectual y estético (no lo he alcanzado, como tampoco creo alcanzar nunca a Beckett, a quien descubrí por Octavio Herrero, el hoy guitarrista de Las Señoritas de Aviñón).

Ahora, se me aparece la imagen que grabé de esas sesiones en la Facultad: Salvador Elizondo era un hombre pequeño, muy pequeño, de apariencia frágil, con saco de tweed color gris, pantalones de mezclilla y zapatos de gamuza. Impartía su clase sentado y encorvado, acercando sus ojos a un enorme libro, cuyas hojas pasaba con delicadeza y entusiasmo: leía y comentaba, comentaba y leía, hacia digresiones, elucubraciones, viajes a otros mundos de la poesía y del pensamiento, volaba… para luego regresar al libro, como un experto paracaidista que sabe muy bien dónde aterrizar. Su voz, chillona como la de Jerry Lewis en The Nutty Profesor, nos mantenía hechizados durante dos horas. Y, al final, sin capacidad para decir algo, los estudiantes lo veíamos como si se nos hubiera aparecido Buddy Love, el gran hacedor de cocteles explosivos.

¿Quién de los simbolistas imaginó un piano del paladar? No me acuerdo. Recuerdo, eso sí, la explicación de don Salvador. El maestro Elizondo nos contaba, divertido, que dentro del mueble habría una serie de recipientes con diferentes líquidos, cada uno de distintos sabores. Los líquidos serían enviados, por medio de tubos, a la boca del ejecutante, quien podría, entonces, conocer a qué sabe, por ejemplo, el segundo movimiento del Concierto para Piano #2, de Beethoven… ¡o el duetino de Papagueno y Papaguena, de Mozart! (es fácil saber a qué pieza me refiero, si recuerdan la linda interpretación de Simon Callow –el genial Simon Callow- y Lizabeth Bartlett en la película Amadeus –cuando Wolfie acepta componer la música de La Flauta Mágica, con el libreto de su amigo Emanuel Schikaneder).

Fueron sus clases las que me llevaron, naturalmente, a sus libros: El Grafógrafo, El Retrato de Zoe, Farebauf o la crónica de un instante, Miscast, Camera Lucida, El hipogeo secreto. Creo que de este último es de donde Octavio Herrero se inspiró para su canción Fíltrate en mí, en permanente estado de composición.

Pues bien, las cosas son así... y no hay remedio. Apenas en enero recordábamos que hace veinte años desapareció Juan Rulfo, y ahora desaparecen otros. Desaparecer, ésta es la palabra exacta, pues en ella se subraya el necesario suspenso de la vida misma. Así deberían anunciarse las muertes en el periódico: Desaparecieron Stanislaw Lem y Salvador Elizondo. Se ignora su paradero.

2 comentarios:

tlacuiloco dijo...

y ¿no sería mejor "se extraviaron"?,,,porque, aunque en este mundo la materia solo se transforma, lo que nos hace ser, ademas de la materia, sea lo que sea...si desaparece...pues, DESAPARECE y ya.

Mamá-Z dijo...

No, porque extraviarse es "perder el camino". En cambio, quien desaparece sólo se quita de la vista de los demás.

Atte.
Desde Bizancio