sábado, julio 07, 2007

La Revelación Susurrada (primera parte)

Durante la segunda mitad de los setenta, Bacilio Macedonio Ruiz pasó muchas tardes dentro de la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, cobijado por su silencio y embriagado por el olor a papel viejo mezclado con el aroma de la madera de pino de los estantes y las mesas.

Fue en ese lugar, aunque no sólo ahí, donde masculló más de una idea disparatada, como la de montar El corazón de gas, de Tristán Tzara.

Subrayó el libro, lo cubrió de marginalia, trató de entender el título (¿corazón de gas o corazón a gas?), dibujó escenas, todo con la firme intención de enseñar a sus amigos el trabajo realizado y proponerles la puesta en escena de la pieza dadaísta. Nunca lo hizo, nunca se atrevió.

O tal vez nunca quiso. ¿Por qué? ¿Por qué, si tanto pensó en montar El corazón de gas, Bacilio prefirió guardar silencio? Ensayemos una explicación…

Cierto día, algo dentro de sí susurró a Bacilio palabras semejantes a las que en el Edén escuchó Eva, pero precisamente con la recomendación contraria:

Si tus amigos aprueban la propuesta de montar El corazón de gas, te verás obligado a trabajar, a tomar decisiones, a coordinar el proyecto, a dirigir las acciones y, en resumen, a asumir una responsabilidad ante el mundo. ¿Eso quieres? ¡Claro que no! Mejor, deja que otros manejen el automóvil de la vida, y tú dedícate a ver el paisaje, no quieras ser Dios. Mezcla de manera equilibrada a Tzara, Lao Tse, Jesucristo y Buda. Fíjate: si quieres hacer dadá auténtico, no hagas nada, niégate a ti mismo, encuentra el punto medio del universo y quédate ahí. Es mejor para el cutis.

No le fue difícil a Bacilio asumir esa posición, y la voz interior no tuvo que insistir: a partir del día de La Revelación Susurrada, el poeta adoptó la sonrisa del satisfecho, del hombre en paz consigo mismo, pues quedó absolutamente convencido de contar con una buena coartada filosófica en caso de que alguien le reclamara su aparente indolencia existencial. Ya sólo se dedicó a escribir poemas eróticos y a contemplar gozoso los esfuerzos artísticos de Fiodor M. Blacksmith, su mejor amigo, cuya cama, en los setenta, era no sólo el lugar de las reuniones nocturnas sino, además, poliforum de la cultura que entonces manejaban el músico y el poeta: discos de rock, hojas de partitura sueltas y garabateadas, libros de Marx, Freud, Shakespeare, Ionesco, Beckett, restos de galletas María y tazas de café abandonadas, un cenicero art decó color verde botella repleto de colillas.

Fiodor y Bacilio fueron algo así como Breton y Tzara. Mientras que el segundo (es decir Tzara, es decir Bacilio) se negaba a cualquier normatividad, y pugnaba por caminar con espíritu destructivo (lo que daba a sus acciones una fuerte dosis de ironía y agresividad), el primero (es decir Breton, es decir Fiodor) se inclinaba más por un sistema de pensamiento con consistencia racional.

Los resultados están a la vista: las ideas de Bacilio no soportan el más mínimo análisis, están hechas con pinole, se desbaratan a la primera de cambios. En cambio, las ideas de Fiodor parecen hechas de un material de veras resistente…

Lo interesante es que ambos se entienden. Será porque Fiodor y Bacilio ven en el otro su propia y respectiva carencia: la razón que no tiene Bacilio y la sinrazón que le falta a Fiodor. Esta complementariedad los vuelve personajes de Galletas de Animalitos, la segunda película de los Hermanos Marx.

La señora Arabella Rittenhouse (la excelente Margaret Dumont) ha organizado en su mansión de Long Island una fiesta de bienvenida al Capitán Jeffrey T. Spaulding (Groucho, es decir Bacilio), quien llega acompañado de su secretario, Horatio Jamison (Zeppo). Al convite asisten, entre otras prominentes figuras, don Emmanuel Ravelli (Chico) y un hombre a quien todos reconocen como El Profesor (Harpo). También, aparece el mecenas y conocedor de arte Roscoe W. Chandler, quien, para dar lucimiento a la velada, ha prestado a la dueña de la casa un cuadro valiosísimo. Y así comienza una obra maestra que no debemos narrar aquí, para que el lector vaya inmediatamente a comprarla o a pedirla prestada, de tal manera que los distribuidores entiendan que en México somos muchos los marxistas devotos.

Animal Crackers (1930) debió llamarse en español Galletas de Animalitos, para así conservar el nonsense original; pero su título fue traducido de manera aun más arbitraria: El conflicto de los Marx.

Entre las escenas de la película que pueden ayudarnos a explicar la relación dialéctica entre Bacilio y Fiodor, están aquella en la que Spaulding narra su viaje de safari al África, y todas en las que Emmanuel Ravelli toca el piano. Con dichas escenas podemos explicar quién es Bacilio (el narrador dislocado) y quién es Fiodor (el músico esforzado que sabe ocultar su rigor estético y filosófico con el velo de una bella espontaneidad, y al revés también).

Continuará.

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