Nos sentamos y, en la gran calma del campo,
adormecidos bajo la brillante luz de la luna,
Zola nos contó…
Guy de Maupassant,
en
la introducción a Las veladas de Médan.
Tocante a mí, continuaré viviendo en mi casa de
cristal,
desde donde puedo ver siempre a los que vienen a
visitarme,
donde todo lo que cuelga de los techos
y de los muros se sostiene como por arte de
encantamiento,
donde por la noche descanso en una cama de
cristal con sábanas de cristal,
donde el que yo soy se me aparecerá,
tarde o temprano, grabado con un diamante.
André Breton
Nadja
Llevo varios días leyendo y pensando en la recomendación
de Chejov utilizada como epígrafe por Octavio Herrero, mi viejo maestro de
literatura rusa: No me cuentes que brilla la luna, muéstrame el destello de
luz en los vidrios rotos. Leo tales palabras, inquietantes por
enigmáticas, y pienso mucho, mucho, más allá de admitirlas como luminosa
consigna naturalista, seguramente plasmada en una carta del mismo Chejov a su
amigo Máximo Gorki.
Pienso, digo, mucho.
Pienso tanto que he perdido el sueño en las noches
recientes, a eso de las cuatro de la madrugada (cuando la luz no es luz y la sombra no es sombra, describe Max von
Sydow en Vargtimmen). Es entonces cuando vuelve a mi mente la
recomendación de Chejov utilizada como epígrafe por Octavio Herrero, mi viejo
amigo.
¡Es la luna de un espejo a la que se refiere el autor de La dama del perrito!
Despierto a la hora
del lobo, con la cita de Chejov en alguna parte de mí, y comienzo a
escribir un cuento en mi mente somnolienta.
Tocan a mi puerta, me levanto y camino hasta el rellano.
Abro. Igoryok Sóbolev y Borya Ivanov, mis vecinos (su casa está a siete verstas
de la mía), entran –huyen de la tormenta de nieve que azota muros, puertas y
ventanas. Ahora están a mi lado y los miro de soslayo, mientras ambos se
desprenden de sus gabanes húmedos y los abandonan en el respaldo de una silla.
Son dos sombras que hablan. Sus voces son hilos delgados de sonido que yo
traduzco al español.
Sóbolev me informa que algo está pasando en la recámara
donde duermo, aquí, precisamente, desde donde invento el cuento y en donde
conservo amorosamente el espejo Chippendale
que heredé de mis padres.
Algo está
pasando, sosed Orelovich -dice Ivanov, como si fuera el eco
de su compañero-, algo está pasando. Vimos salir un resplandor de la ventana de tu dormitorio.
Yo miro la luna del espejo y descubro la luz blanquecina de la calle atormentada.
Yo miro la luna del espejo y descubro la luz blanquecina de la calle atormentada.
La luna brilla. Contemplo conmovido el espectro
albino y palpitante dentro del espejo. De pronto, la superficie bruñida refleja la silueta de Antón Chejov
¡No me cuentes
que brilla la luna! –dice con
paciencia el aparecido-. Muéstrame el
destello de luz en los vidrios rotos.
Como si tales palabras fueran contraseña de la fatalidad,
Igoryok Sóbolev golpea sobre la luna con un enorme bastón de hueso, y la luna
explota en pedazos. Los vidrios rotos caen sobre mi cama, que ahora se vuelve
una fuente de luz con añicos de Chejov.
Hay, entonces y por tanto, una acción que debe
realizarse: tomar los instrumentos como resorteras y romper con la música la
luna del espejo que nos refleja, para que las cosas se muestren, para ver ese
destello de luz que somos.
Rojo y Negro es una novela que cimbró la primera juventud de
Octavio Herrero y de quien esto escribe. En ella, para justificar la
exhibición de los devaneos de Matilde de La Mole, Stendhal advierte (treinta años antes
del nacimiento de Chejov) que una novela es un espejo que se pasea sobre un
camino; tanto refleja el purísimo azul del cielo como el cieno de los lodazales
de la calle.
En Las mil y una pasiones, de Chejov, Antonio (el narrador) cuenta que, velada por las nubes, la Luna nos echó una
mirada fría, y dice que la Luna es
testigo silencioso e indiferente de los dulces momentos del amor y de la
venganza. Entonces, para Antonio la venganza es dulce.
Chejov cubre la Luna para que su brillo no afecte la escena. Ante la indiferencia de la Luna velada, Antonio arroja al abismo a Teodoro, al cochero y a los caballos. No hay destellos de luz en la
penumbra de la sima. La Luna se esconde tras las nubes y, sin embargo, Chejov
nos muestra el destello de luz no en el cuerpo roto de Teodoro sino en el alma
rota de Antonio. ¿Qué es ese destello? El odio de Antonio. No vemos la Luna,
vemos el odio de un hombre enamorado, diabólicamente enamorado.
Gracias a Octavio, mi viejo maestro de literatura rusa, leí a Dostoievski (Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov). Con Octavio presencié El tío Vania (Chejov), El
diario de un loco (Gogol) y dos obras de Gorki (Los bajos fondos y Los
veraneantes). También tuve la oportunidad de ver, en la Facultad de
Filosofía y Letras, La madre, del
mismo Gorki. Y todos ellos nos mostraron las
cosas, como ahora nos las muestran Los Nuevos Rompevidrios.
De eso se trata el rocanrol –me dice Octavio, mi viejo amigo-: de
romper y mostrar, romper y mostrar, romper y mostrar.
Esta noche, en Ruta 61, veremos la acción de Los Rompevidrios. Ya veremos
lo que nos muestran.